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Columna
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Una ciudad viva

Valencia, en agosto, es una urbe inhóspita. Para el visitante y también para el indígena que aguanta el vórtice canícular a pie de obra. La vida se agosta, literalmente, y el ciudadano, y no digamos el turista, se llega a sentir un Robinson desamparado ante el clima inclemente y el 'cerrado por vacaciones' que campea por doquier. Resisten, eso sí, las grandes superficies comerciales y las playas que tampoco vacan. Pero al margen de estas excepciones, resulta arduo sobrevivir incluso para los escarmentados en este trance, que solemos ser unos y los mismos.

Con este desalentador panorama de fondo ha surgido o renovado el asunto de las terrazas, decimos de las mesas y sillas que los pubs, bares y algunos restaurantes instalan en la vía pública. Buena parte del vecindario no las quiere, en tanto que son una fuente de ruido, y los industriales hosteleros reivindican su cuestionado derecho. Mientras se resuelve el contencioso, el ayuntamiento confisca el mobiliario, los empresarios se cabrean y los usuarios pierden o perdemos una de las pocas opciones de administrar nuestro ocio del modo más mediterráneo: pegando la hebra a la fresca o a la sombra de las acacias.

En el barrio de El Carmen, de Valencia, y quizá en algún otro, muchas paredes y no pocos escaparates exhiben un cartel que dice algo así como 'Por un barrio vivo. Queremos trabajar'. No lo firma nadie, pero tampoco hay que ser muy lince para identificar al padre de la iniciativa que no es otro que el gremio de los industriales afectados y que, por ignoradas razones, o porque no tiene limpia la conciencia, se funde en el anonimato después de haber argumentado por activa y por pasiva que su trabajo -dar de beber al sediento y ponerle marcha a la noche- tonifica la languideciente sobrevivencia de Ciutat Vella.

Las autoridades municipales de Valencia, por su parte, mediante una actuación desorbitada, más próxima a la gamberrada que al despliegue cívico de sus competencias, se llevan por delante sillas y mesas, desalojando incluso por la brava a los usuarios y comensales. Gratísima estampa de cortesía turística que el forastero recordará, ciertamente. Un proceder tan resolutivo y enérgico, en fin, como expresivo de que nunca se han planteado este problema que se viene prolongando al socaire de la ambigüedad de las ordenanzas y de la codicia recaudatoria. Para los responsables o concejales implicados en este asunto no debe tener ningún sentido la cualidad lúdica y extrovertida que nos caracteriza y a la que nos aboca la bondad climática.

Al parecer, este verano se lo han tomado en serio, decimos de las autoridades, pero han confundido el rigor con la destemplanza del caballo de Atila. Al grito de 'fuera terrazas' llevan camino de no dejar una sola, ni siquiera aquellas que encajan en el entorno y no molestan ni afean, lo que conlleva una arbitrariedad y deja pendiente el problema. ¿Porque es que, acaso, y por una insólita ley del embudo y para este menester, se nos expropia el derecho a usufructuar el espacio público en plazuelas, jardines y alamedas que siempre rindieron este servicio?

Claro está -y no nos mamamos el dedo- que en este capítulo y por parte de los empresarios hoy en pie de guerra se han venido cometiendo no pocos abusos, amparados a menudo por la tolerancia administrativa. Ha sido esta laxitud, precisamente, la que ha propiciado la multiplicación incontrolada del mobiliario y la propensión invasiva de las terrazas, sin consideración para con el transeúnte y el vecindario. Pero no es de recibo que paguen justos por pecadores y que se le prive a la ciudad de tales ventajas, y no es poca poder tomar una copa y parlotear a la sombra de una acacia y a lo largo de todo el año.

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A los munícipes ha de sobrarles munición legal para poner orden en este apartado y acotar los desafueros. Lo que les ha faltado es previsión, y me temo que también una idea clara de cual es el talante y naturaleza de esta ciudad.

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