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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Cosecha de agosto

Aseguran insistentemente que la gente se deprime al volver al trabajo. Eso dicen, al menos, encuestas y estudios variopintos. Ahora se estudia y se mide hasta lo más obvio y lo más inútil, pero la sola mención de la depresión resulta, de por sí, contagiosamente deprimente. He ahí un magnífico caldo de cultivo para que lo peor parezca tan inevitable como una boda real. De la depresión pronto vamos a ser expertos, pero, por ahora, gracias a esa tarea de anticipación de los estudios y las encuestas, lo ignoramos todo salvo que siempre nos espera con los brazos abiertos, en especial cuando lo prioritario es el ego.

Desconocemos, por ejemplo, si los deprimidos de la vuelta al 'curro' lo son por el curro, por la pereza de enfrentarse a obligaciones monótonas, por su propio temperamento o porque algún gen les predispone a la melancolía de quejarse por tener un trabajo que otros ya quisieran. Y sería interesante saber si los hoy deprimidos son los mismos que también se entristecieron al encontrarse con un montón de tiempo en sus manos al empezar las vacaciones. También está estudiadísimo: no saber qué hacer -el aburrimiento- es lo que más deprime. Por ello, las vacaciones de hoy están ideadas como un trabajo más, o sea, cansarse mucho, no parar y, sobre todo, no tener tiempo para pensar si uno está o no deprimido por las vacaciones, por el trabajo o porque uno no se soporta a sí mismo. Según esa lógica, volver al trabajo debería ser un estímulo irresistible: ¡al fin habrá algún motivo para quejarse!

En la sospecha de que los deprimidos se han aburrido bastante con tanto trasiego justificado por el individualismo, he preparado un breve inventario de noticias que han hecho de este mes de agosto algo realmente inolvidable en lo que afecta a nuestra vida colectiva. Hemos tenido, al menos, tres grandes y apasionantes culebrones al alcance de cualquiera.

Uno: el de los subsaharianos -espléndido eufemismo para no llamar negros a esos pobres africanos- itinerantes por las plazas barcelonesas y el subsiguiente espectáculo de unas autoridades atónitas dedicadas a sacarse las pulgas de encima y tirarse los trastos a la cabeza mientras la gente de a pie intentaba solucionar la papeleta.

Dos: el brillante comienzo del culebrón de Gescartera, cuyo desarrollo promete gloriosos episodios nacionales de linchamientos dentro del propio equipo y la regocijante constatación de que tertulianos y exegetas estaban de vacaciones -lo cual ha permitido conocer el alcance del cuadro-. ¡Cuidado! ¡Ellos -los tertulianos- también regresan!

Tres: la boda noruega. Magnífica en su innovación moral: boda con niño ajeno. Magnífica en la consolidación del mensaje: las bodas reales son claras competidoras de los Oscar de Hollywood y las pasarelas de alta costura de París. Las monarquías ya son una marca que vende países en el gran supermercado de la imagen global, y de lo que se trata es de que la gente compre. Y la gente ha comprado Noruega, es decir Mette-Marit y Hakkon. Y de paso, ¿por qué no?, Felipe y Eva, los cuales tienen el valor añadido de la especulación y la incertidumbre, el factor X que diría Fukuyama.

¿Quién iba a aburrirse en el mes de agosto con tales folletines o contemplando cómo se cae el castillo de naipes de la economía tecnológica, o siguiendo los fabulosos delirios genéticos, o comprobando como John Le Carré profetizó hace dos años -en El jardinero fiel- el fiasco de ciertos medicamentos como ha resultado ser el Lipobay? Además, hemos tenido a una legión de escritores haciendo piruetas diarias por nosotros. Y hasta hemos podido certificar, en esta excepcional cosecha, que judíos y palestinos, amén de otros muchos, no tienen remedio. Qué agosto, Dios.

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