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Sequía estival

Lo siento sinceramente, sobre todo por el lector, pero este verano no se me ha ocurrido nada que pueda contribuir a suavizarle el, casi siempre traumático, reencuentro con el trabajo; de manera que estoy dispuesto a pedir perdón de antemano; es lo menos que se me puede exigir por este pequeño fraude. Pero es que yo no soy un escritor por encargo (a menudo dudo hasta de que sea un escritor); quiero decir, de ésos a los que la inspiración les sorprende trabajando; yo sí necesito la inspiración, lo confieso, y, además, la necesito ex-ante: alguna idea para comenzar, por peregrina o absurda que ésta sea. Ya lo arreglaré yo, como sea, después, que recursos, modestamente, no me faltan.

Y el caso es que lo intenté de manera recurrente. He pasado muchas horas frente a la pantalla del ordenador, repasando temas del más variado tenor: grandilocuentes, como la muerte, la vida, y todo eso, al modo de Calderón; la incomunicación, en honor del maestro Bergman; los celos, la duda o la ambición, de la gama Shakespeare; incluso la avaricia y la enfermedad (imaginaria) de la saga Molière, el cual, por cierto, ya me ha ayudado otras veces; pero nada de nada, una vez tras otra me acababa invadiendo la sensación de que todo estaba ya, felizmente para la humanidad y, desgraciadamente para mí, escrito. También intenté argumentos menores, pero más concretos, como asesinatos, infidelidades y asuntos conexos: idéntico resultado. Lo único que conseguía, invariablemente, al atardecer, era constatar, como diría Serrat, que al techo de la terraza no le iría nada mal una mano de pintura, y cosas así. Lamentable, pero cierto.

El domingo, 19, harto ya de tanta sequía creativa, intenté el apartado 'objetos, artefactos y mecanismos varios', estimulado quizá por la panorámica algo dantesca y hortera que proporcionan esa especie de hongos metálicos, totalmente inútiles, que el bueno de Roc Gregori, engañado por alguien, sin duda, se ha dedicado a poner por las playas, en el lugar de las antiguas duchas reparadoras que tanto nos ayudaban a sobrellevar el tórrido verano. Por qué no, me dije, a veces funciona. Cortázar, por ejemplo, escribió una página magistral sobre el modo correcto de subir una escalera, con la que pudo rellenar un libro completo de relatos; y Buero, toda una obra teatral sobre ella. Javier Marías se zampó casi dos páginas completas desmenuzando el anodino, sólo aparentemente, contenido de un cubo de basura. Tomas Bernard, sin ir más lejos (más allá de Viena, digo) diseñó una novela, de principio a fin, con el protagonista reclinado sobre un sencillo sillón de orejas; y una ventana, corriente y moliente, sirvió a Hitchcock de grandiosa excusa para una obra maestra del cine; y todo ello sin mencionar la sección de trenes, barcos, aviones y cosas similares, escenarios inagotables y eficaces de catástrofes diversas. Pues bien, lo crean o no, tampoco funcionó.

En el colmo de la desesperación (ahora puedo decirlo, ya no importa) recurrí a esos programas de radio tan imaginativos del tipo 'hablar por hablar', pero, desgraciadamente para mí, las historias que allí se contaban eran demasiado increíbles o demasiado truculentas para un ligero artículo veraniego. Además se corre el riesgo (conozco a alguien que le ha pasado) de que mientras estás en ello (escuchando, quiero decir), de repente, oigas a tu propia mujer, un tanto angustiada, que habla desde la cocina, en bata y con la voz muy baja, y le cuenta a la sustituta de Fina Rodríguez que ya no soporta más a su marido (¡tú!) y que está pensado, seriamente, acabar con él (físicamente, se entiende), de una vez por todas, por ejemplo; o que está algo confusa porque, a ella, quien realmente le gusta es el vecino del sexto, que es ejecutivo de Gescartera, en lugar de artista, como tú, que también tiene bemoles la cosa.

Me dirán, con todo derecho, que, enfrentado a situación tan crítica, tal vez lo más apropiado hubiera sido precipitarse al ordenador y escribir algo así como la historia de un idiota contada por él mismo, pero hasta esto me está vetado, porque todo el mundo sabe que eso es, justamente, lo que hizo Félix de Azúa hace ahora quince años; y claro, no es cosa de repetirse. Pues nada, ya ven, así es la vida de un articulista, más dura de lo que la gente cree; lo cual no elimina, en absoluto, la necesidad de una disculpa, que es precisamente lo que intento hacer ahora. Espero que, tras mi vuelta, me reencuentre con la inspiración, de nuevo, y les evite la tortura de tener que soportar las tristes y anodinas andanzas veraniegas de un aprendiz de escritor, en Benicàssim.

Aunque, ahora que caigo en ello, todo puede obedecer a una lógica aplastante. En realidad, desde que Aznar ha huido de la zona, ya nada es igual que antes; y, aunque nos cueste reconocerlo, lo cierto es que andamos todos como perdidos, huérfanos de paddle, recepciones en bermudas y misas de ocho, deambulando de un lado para otro, sin sentido ni razón alguna que nos asista. Eso debe ser.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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