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Columna
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Conciencia

Aquella casa de pescadores de la playa de Moncofa que mis padres alquilaron en el sangriento verano del 36 permanece en pie todavía. Es una casa muy humilde. Se llama Villa Alegría. El nombre está escrito con letras azules en el remate de la fachada. La casa se halla en primera línea, es blanca de cal, tiene una sola planta y sus rejas hoy están corroídas por el salitre. Alrededor de ella se han ido acumulando edificios, paseos con farolas y cafeterías hasta ahogarla, pero el mar le ofrece aun todo el horizonte. Yo era entonces sólo cuatro quilos de carne sonrosada con la memoria sumergida, que tal vez se estaba alimentando del perfume de algas, de reflejos cegadores de sal, de visiones de barcas varadas, del sonido perenne del oleaje que parecía sorber los cantos rodados en la resaca. De ese tiempo, que es mi inconsciente marino, queda una foto de mis hermanos desnudos, carbonizados por el sol, jugando en la arena. En una mecedora mi madre se bajaba un tirante de encaje y yo comenzaba a beberla. De pronto, en medio de una dicha tan natural España se encendió en llamas. La yegua Maravilla, arreada por el servicial Macareno, según me cuentan, nos devolvió al pueblo donde el odio y la muerte alcanzaban ya la cumbre de las montañas. Dos años después, casi al final de la guerra, mis padres alquilaron otra casa en Vila-Real donde vivimos apartados del frente. La casa forma esquina entre la calle Ecce Homo y la calle Virgen de los Dolores. Mi conciencia afloró en esa encrucijada bajo esos nombres tan terribles. De ella parten mis primeros recuerdos con que inicié el camino por este perro mundo: un convento de carmelitas, la verja de la iglesia arciprestal, la cólera de sor Genoveva en la escuela de párvulos, las soflamas patrióticas de una radio de capillita, las perolas de lentejas que repartían unos militares. Este verano he tratado de desandar ese camino hasta llegar a las raíces de la memoria y al descubrir que aquellas casas que habité, aunque desvencijadas, siguen intactas en medio del gran bombardeo de cemento que sobrevino después, he llegado a la conclusión de que mi conciencia se balanceará hasta la muerte entre estos nombres contrarios, el azul de Villa Alegría y el negro de la calle Ecce Homo, esquina a Virgen de los Dolores. El placer y el castigo, la ofuscación del sol y la culpa, el morbo y la sal marina, las barcas varadas, el látigo y este verso de Esquilo: espuma del mar, una sonrisa innumerable. La dulzura y las tinieblas.

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