_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Verano en luz

Da apenas las buenas tardes, ve la reverberación azul y no lo duda. Luego la vemos emerger de la piscina como una náyade, se sacude la melena rubia y sonríe. La mesa está dispuesta, aquí donde el color no es color, es tan sólo la luz. Y amo esta luz que aún no ha conseguido herir mis ojos claros, y lo digo. Ella, la náyade, confiesa que la aborrece, que todo lo vuelve gris. Es la primera desavenencia, pero insisto en la hermosura de esta irrupción que parece brotar de todas partes y diluirlo todo. Entrar en esta luz es como dejarse ir en la pura alegría de existir, sin más. Ella, la náyade, prefiere liarse un porro para entrar sin reparos en el reino desarticulado de la cháchara. Será su forma de vencer a la noche, que entra ya, azul, increíble, sobre la sierra al fondo.

Abelardo me pide que lea un poema de William Carlos Williams. Miro al fondo turquesa que progresa al añil y a la noche profunda, y veo la mano de quien me lo señaló por primera vez. La devora la sombra, y leo: 'Ahí estaban las rosas, en la lluvia./ No las cortes, le supliqué'. Abelardo sonríe, y su Eluisa, bilbaína ella, espera atenta a que yo prosiga mi lectura. Siento también sobre mí la atención fija del resto de los invitados. Y continúo: 'Mucho no durarán, dijo ella'. No, no durarán mucho, pienso, y me interrumpo en la noche absorta. Escucho la voz del poema, que me dice callada: 'Pero están tan hermosas donde están'. Oigo la voz de la náyade ahora, que me reprocha mi silencio y mi resistencia a abandonarme a mi sensualidad, que le parece desbordante. Le respondo que ese abandono me resulta pobre. Ella habla de animales, en especial de perros, y de la insoluble unidad de lo vivo. Defiendo mi jerarquía, e insisto en lo pobre que me resulta esa sensorialidad a la que ella invoca. Sólo respeto a los gatos, le replico, y pienso en esa luz que ella aborrece y que aún brilla latente en el azul prendido en la sierra al fondo. Antes de que se abran los sentidos está esa luz aún viva en el azul nocturno. Prosigue el match, y el resto de los invitados se revuelve molesto.

Suena la guitarra de Abelardo, por soleares. Después Amalio nos recitará su poema sobre las Alpujarras. En esta tierra de la luz, las reuniones en torno a una mesa transcurren de esta forma. No tan efímeros como las rosas, compruebo que los presentes hemos consumido ya lo mejor de nuestra fragancia. Pero nos resistimos a claudicar y a apartarnos de ese estanque de la luz que nos hace sentirnos hermosos a pesar de todo. Hay una edad de los sentidos, pero no son éstos los que explican nuestra resistencia, pues no hay una edad de la hermosura. Miro a Carmen y a Carlos y a Marta, y sé que no pueden confiarlo todo a los sentidos para saberse capaces de amar y de ser amados. La náyade protesta una vez más. Luisi, la Eluisa de Abelardo, rasguea ahora en la guitarra un viejo bolero. Todos cantan. La náyade proclama querer quedarse allí toda la noche, flotando en la piscina.

Es ya otro día, y otra mesa y otro lugar. En el mismo reino de la luz en el que me disuelvo y diluyo mi memoria, y olvido. No me recreo en la distancia, porque en este lugar absoluto y sin perfiles no hay distancia. Diviso un vuelo de flamencos, y en torno a esta nueva mesa, constato que las rosas han recorrido ya un mayor trecho del día que las de la noche anterior. Me llaman la atención las cejas de Federico, y me digo que así pueden ser las mías dentro de un tiempo: un vergel blanco sobre la sabia penumbra de los años. Y me sorprende su humor, sosegado y agudo, como si no pudiera evitarlo y le asombrara su efecto. La prosa de la edad, me digo, pues Federico tiene muchos años, aunque aparenta tener casi veinte menos. La noche es calurosa y en torno a la mesa se canta, se ríe y se recita. Siempre hay alguien que recita algo, un poema, mejor o peor, que brota imprevisto entre las chanzas.

Y tengo que remontarme mucho en el tiempo para recordar algún momento similar en mi vida, momentos que afloran libres sin la vigilancia del crimen y su peaje inacabable. De pronto, Elke, la mujer de Federico, una alemana capaz de hablar conmigo en euskera, se levanta y entona un aria de una ópera alemana. No parece tener mucho éxito, pero le divierte su fracaso. Vive el optimismo de los años, un envidiable entusiasmo por las cosas. Y mientras agradezco profundamente a Abelardo y Eluisa estos días magníficos, entiendo por qué no pude acabar el breve poema de las rosas de William Carlos Williams. Finalizaba así: 'Bah, todos fuimos hermosos alguna vez, dijo / y las cortó y me las puso en la mano'. No. Mueran las rosas en su tallo, siempre vivas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_