BILBAO
Toda creación humana que aspire a la eternidad debe adaptarse al ritmo cambiante de los grandes objetos naturales, concordar con el tiempo de los astros', escribió Marguerite Yourcenar. Aquí, en la española Bilbao, intuyo lo que quiso decir la madrastra de aquel Adriano que tanto subyugó al emperador Felipe González.
Ante el multidireccional fulgor del vascongado Guggenheim, esta verdad se hace más refulgente si cabe. Sobre las sangrientas cenizas del terrorismo renace la esperanza en forma de cultura, luminosa promesa de un esplendor en ciernes. Boquiabiertos y pasmados por su majestuosa presencia, canela fina en una ría que tiende a la alharaca metalúrgica, observamos el museo que se yergue sin más óxido que los enrojecidos rayos de un ocaso que maquilla la escena con, como diría Rubén, zumo de pimpinela.
En primera instancia, el visitante reprime su azoramiento estético, sólo comparable al que experimenta el presidente del jurado del concurso de Miss España ante tanta jovencita autonómica ligerita de ropa, y piensa en la universalidad del arte, tan global en sus logros, tan provinciano en sus fracasos.
¡Ojalá la política hispano-francesa contara con ese espíritu de colaboración, franco en lo esencial, eficaz en lo justo! Pero, a un tiro de bala del monumental culto a la civilización, la Francia de Chirac y de Jospin sigue practicando el autismo de quien prefiere obsesionarse por la paja en el ojo propio que ayudar a extirpar la viga en un ojo ajeno que, a la larga, puede dejarnos ciegos.
A la sombra del Guggenheim, insisto, el estrépito de la barbarie resuena con sordina, y los esfuerzos por combatirla y vencerla parecen menos estériles.
Pero ni el continuo fluir de turistas logra aplacar el eco de la muerte, la memoria del luto selectivo, la sangrienta metástasis de ese nacionalismo de pistolas capaz de propiciar milagros como el titánico tesoro y, al mismo tiempo, tolerar que perviva la ley del más bruto.
En lontananza, la hoguera del crepúsculo se consume. La eternidad, contenida en el silencioso reflejo que despide la sinuosa piel del museo, se desvanece. Ignoro si el vascuence es la lengua apropiada para describir este momento de singular belleza.
Personalmente, me sugiere un derrame de sinónimos en frondoso y exuberante castellano, de esos que sólo yo -mecachis, qué culto soy- soy capaz de enhebrar.
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