Los desplomados
La pregunta es: ¿Por qué a los toros que se desplomaban les pegaban los picadores leña sanguinaria?
No es la única pregunta que se suscitó en la tarde ni tampoco está bien hecha, en realidad. Primero, porque desplomados estaban todos, excepto uno que no pertenecía al hierro titular; segundo, porque hubo en el coso de Illumbe otras muchas incógnitas sin resolver.
Uno se preguntaba, por ejemplo, por qué le metieron esas desaforadas broncas a Ortega Cano mientras a sus compañeros de terna, bastante limitaditos los pobres y alguno dando clamorosa manifestación de incompetencia, no sólo no les gritaban sino que les aplaudían su astroso faenar. Vivir para ver.
Los públicos serán soberanos pero nadie negará que se comportan harto caprichosos. Aunque quién sabe qué cuecen los procelosos vericuetos de la mente humana. Puede que a Ortega Cano le reconocieran las masas una mayor capacidad que a sus jóvenes colegas para recrear el arte y por eso le reprochaban que no lo intentara. Puede que sus apariciones en las rosas frondas de las revistas del corazón hayan generado la desaprobación del público lector y se lo estuviera cobrando.
Con independencia de todo ello, es el caso que Ortega Cano compareció vestido de azul y azabache, y no es que el traje fuera feo sino que le sentaba como un tiro; y eso siempre predispone a la contra. Las espadas estaban en alto, sin embargo. Trazó Ortega unas aseadas verónicas, tragó quina cuando Víctor Puerto le dio un baño ciñendo chicuelinas y brindó al público la faena que no iba a existir.
A quién se le ocurre, brindar un toro incierto. De manera que se dobló Ortega por bajo muy de verdad -obligando al toro a humillar, sacando la muleta por debajo de la pala del pitón- y ya no se volvió a confiar, ni en los conatos de derechazo ni en la desastroza forma de matar. Y le metieron una bronca monumental. Con el cuarto toro, un cárdeno gordinflón de buen conformar, tampoco se confió Ortega y aunque a éste lo mató pronto, le pegaron otra bronca, ahora sin tanta convicción y con un carácter meramente testimonial.
Víctor Puerto, que echó garra a sus frecuentes intervenciones capoteras por verónicas, por tijerillas o por navarras, al primero de sus desplomados toros lo anduvo garboso, supliendo mediante un variado repertorio de adornos sus carencias locomotoras.
El quinto, en cambio -hierro Fraile Mazas- sacó fuerza y trapío, le dieron mala lidia por eso, abundaron los trapazos del peonaje, el jefe de la cuadrilla no supo aportar recurso corrector alguno y el toro llegó al último tercio desarrollando sentido. Puerto lo trapaceó sin maestría, lo cazó atacándole los blandos y se acabó la presente historia
Por qué a Morante de la Puebla se le desplomaban sus toros con especial fruición es otra pregunta que no tuvo respuesta. Y por qué, aun desplomados, sus picadores los picaban salvajemente, tampoco. El puyazo que le metió el picador al sexto de la tarde, sin ir más lejos, fue de juzgado de guardia.
Ahora bien, cuando los toros se incorporaban y conseguían caminar, Morante de la Puebla no era capaz de darles fiesta alguna. Por allá andaba Morante, sin ganas aparentes de exponer ni un alamar, falto de la más mínima técnica para cuadrar a su primer inválido desplomado o encelar al sobrero sexto, que se le iba a tablas.
Lo de Morante de la Puebla constituyó un fracaso sin paliativos, pero el público no lo debió entender así y le echaba la culpa de todo a Ortega Cano, que no se había metido con nadie. Y cuando abandonaba la plaza, le pegaron un broncazo descomunal para que se fuera enterando de lo que vale un peine.
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