LAS DULCES ISLAS DEL VIENTO
Isla es el final de todo viaje, la meta de la gran ruta por la que ha navegado la civilización humana. Es anhelo y puerto, liberación de toda incertidumbre, ansia, superación, descubrimiento, inicio del conocimiento, proyecto de la historia, diseño de la convivencia.
Pero isla es también una breve parada, la espera, la pausa en la que renace la fantasía de lo desconocido, la necesidad de traspasar el límite, explorar nuevos mundos. Es metáfora de nuestro mundo: escollo en la extensión marina, brizna en el espacio infinito; regazo materno, pantalla, una barrera más allá de la cual se imaginan 'espacios interminables y sobrehumanos silencios'.
En islas y entre islas se desarrolló la primera y más fascinante aventura, el primer viaje poético de nuestra civilización. Entre islas amenazantes navegó Ulises, por lugares llenos de monstruosidad y violencia, detenidos en un tiempo anterior a la civilización; atracó en islas de encantamiento y olvido, de pérdida de uno mismo y de todos los recuerdos; llegó a islas de utopía, de civilización perfecta. El reino de Alcinoo, en la tierra de los feacios, es para Ulises lugar de salvación y recuperación. Allí revela el náufrago desconocido su nombre, allí narra su aventura, allí da el paso de la utopía a la historia, de la ilusión a la realidad, de la dimensión mítica a la humana.Dice: Ítaca es llana, y la última que en el mar yace (...) / rocosa, árida, pero buena para criar / jóvenes fuertes. ¡No conozco nada / más dulce que mi tierra!
De islas del mito y un conjunto de realidad está rodeada la isla más grande, Sicilia, la punta de territorio que el furioso Neptuno, el dios que hacía temblar la tierra, separó con su tridente de la península, al tiempo que creaba el agitado canal del Estrecho, dominado a cada lado por los funestos Escila y Caribdis.
Las Eolias, las Égades y las Pelagias son planetas de aquella Trinacria en la que, como escribió Goethe, se cruzaban todos los rayos del mundo. Desde la costa tirrena de Sicilia se ve, desplegado, fijo y, sin embargo, en constante cambio, el espectáculo de las Eolias. Y desde donde mejor se disfruta ese espectáculo extraordinario es desde el teatro griego sobre el promontorio del Tíndari. Por su fantasmagórico aparecer y desaparecer, su forma de avanzar y retroceder, sus cambios continuos de forma y color, los navegantes prehoméricos -sobre todo fenicios-, formidables exploradores y comerciantes, incorporaron estas islas a la leyenda, al mito, y las imaginaron errantes como las Simplegadas, las llamaron Planctadas, las llamaron Eolias, residencia de los vientos y territorio del rey que gobierna esos vientos. Homero -ese flujo de memoria colectiva, esa pluralidad de aedos ciegos que se transmitían y cantaban las vicisitudes de sus dioses y sus héroes y a la que damos el nombre convencional de Homero- recogió el mito y nos lo narró por boca de Ulises:
'Y llegamos a la isla Eolia: allí habitaba / Eolo Hipódates, amado de los dioses inmortales, / sobre una isla flotante; un muro de bronce la ciñe, / y la roca se eleva limpiamente'.
En Eolia, el héroe permanece un mes como huésped y, al marcharse, recibe como regalo un odre bien cerrado; sus necios compañeros lo abren y liberan los vientos de la atroz tempestad que le aleja de la patria y prolonga el tiempo de peregrinación y expiación.
Es verdad que la geografía poética no corresponde casi nunca a la geografía real, pero también lo es que la de la Odisea se puede situar, muchas veces, al oeste de Grecia, en el ignoto centro del Mediterráneo, que se corresponde con la geografía siciliana en la tierra etnea de los Cíclopes, en el estrecho de Messina, en la llanura de Milazzo, donde pacen las manadas del Sol, en Lípari y las Eolias, el reino de Eolo... El muro de bronce que rodea Eolia, la limpia roca que cae a pico sobre el mar, no pueden sino hacer pensar en la escarpada ciudadela de Lípari y los grandes muros megalíticos que la rodean.
Porque la civilización de Lípari y las demás islas del archipiélago es prehomérica, antiquísima, se remonta al neolítico, representa cinco milenios de historia. Una historia escrita y que se puede leer, como en un libro de texto, en los diversos estratos arqueológicos del Castillo, de las contrade de Diana y Pianoconte en Lípari, en las de Filicudi, Panarea, Salina: un inmenso archivo como el archivo gráfico de Ebla, un gran libro de piedras y cacharros de cerámica, sílex y obsidiana, tinajas crematorias y urnas funerarias, sarcófagos figulinos y de piedra, cráteres y estatuas, collares y máscaras... Una acumulación de signos compleja y fascinante, que ha sabido descifrar y ordenar magistralmente, en el Museo de Lípari, el arqueólogo Luigi Barnabò Brea.
Las Eolias están habitadas desde la segunda edad de piedra. Prosperaron gracias al comercio de obsidiana. Después, los restos nos hablan de una destrucción violenta, incendios y derrumbamientos, abandono de las islas y, más tarde, su renacimiento con la colonización griega. Es Diodoro Siculo quien nos relata, en su Biblioteca storica, el asentamiento griego en las Eolias. El historiador nos muestra una sociedad de campesinos y guerreros con una clara división de papeles, en una comunión de bienes y consumo digna de un socialismo primitivo; una Lípari próspera y hermosa, con puertos acogedores y saludables baños de aguas. Aquella era feliz acabó para los eolianos con los repentinos saqueos que llevaron a cabo siracusenses y romanos. Posteriormente, en las fases cristiana, bizantina, árabe y normanda, las Eolias vivieron un largo periodo de civilización apartada y autosuficiente. Hasta que, a partir de los años sesenta, el turismo cambió para siempre la fortuna y el rostro de estas islas espléndidas.
Vincenzo Consolo (Sicilia, 1933) es autor de El pasmo de Palermo (Debate).
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