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Los 100 años de un creador puro

La vida de Louis Armstrong fue fantástica y, al mismo tiempo, rotundamente real. Como el personaje de un cuento clásico, se burló de brujas y ogros, y soñó con hadas madrinas y casas de chocolate, pero, fuera de la música, su brega cotidiana con la cruda evidencia del racismo, con los compañeros de profesión que juzgaban su actitud demasiado complaciente con la burguesía blanca y, en general, con los feroces códigos del mundo del espectáculo, le obligaron a comportarse como un ser común de carne y hueso. Con la trompeta en los labios era un fabuloso fabulador, bien capaz de transportar a un mundo idílico sin maldades; privado de ese apéndice metálico, era un hombre de corazón grande que se aferraba a la tierra por simple instinto de supervivencia. A pesar de su enorme popularidad, el verdadero Louis Armstrong sigue siendo para la mayoría una incógnita oculta tras un rostro eternamente risueño.

Tanto es así que los datos oficiales de su nacimiento sólo se conocieron en 1983, doce años después de su muerte. Hasta entonces se admitía que había venido al mundo el 4 de julio de 1900, fecha patriótica por antonomasia que los negros menos favorecidos solían escoger a falta de una más segura. El investigador Tad Jones descubrió en los archivos de la Sacred Heart of Jesus Church que Satchmo sí tenía una real y fiable fecha de nacimiento. La firma del reverendo J. M. Toohey lo certificaba: Louis Armstrong, de raza negra, hijo ilegítimo de Willie Armstrong, quien en el momento del bautizo ya había abandonado a la familia, y Mary Albert, vio por primera vez la luz de Nueva Orleans el 4 de agosto de 1901. Hoy hace exactamente 100 años.

No hay ningún otro documento oficial sobre Armstrong hasta su carné militar, pero los propios textos del trompetista (Swing that Music y Satchmo: my life in New Orleans) y los de sus biógrafos han permitido reconstruir con cierto detalle la infancia y adolescencia de Pops (otro de sus variados seudónimos). Todavía menudean los datos dudosos, pero todos los autores se ponen de acuerdo para dibujarle pegado a las rendijas de los locales del Storyville negro donde las orquestas animaban a prostitutas y clientes. La imagen resulta tópica y sórdida, pero para un muchacho inquieto ofrecía luminosos atractivos. Entre otros, la corneta de Buddy Bolden. Aquel objeto que el legendario personaje soplaba con emocionante gallardía empezaba a formar parte de sus ilusiones, aunque no conociera a nadie que pudiera enseñarle a tocarla. Delitos tan cándidos como disparar al aire una pistola para celebrar el año nuevo o robar periódicos a los repartidores blancos, le llevó de manera intermitente a la Colored Waif's Home for Boys, una especie de orfelinato para niños conflictivos, donde Peter Davis, el instructor del centro en materia musical, le enseñó las reglas básicas de algunos instrumentos. Armstrong practicaba duro y esperaba que alguien influyente le escuchara.

Kid Ory, el director de la banda más importante de Nueva Orleans en aquella época, fue uno de los primeros en darse cuenta de su calidad y le llamó cuando todavía era un adolescente; más tarde, el patriarca de la corneta de Nueva Orleans, King Oliver, le reclamó desde Chicago para que se sumara a su banda. Fue precisamente en esa ciudad norteña donde Armstrong realizó sus primeras grabaciones al frente de los Hot five y Hot seven. El veinteañero traía aires de liberación. En su corneta estaban las claves para que el jazz superara con bien la fase de lengua de trapo y abordase con garantías la emancipación como forma artística de valor. La energía cinética de ese colosal avance procedía de títulos como Cornet chop suey, Wild man blues y un considerable etcétera. Satchmo fulminó la actitud conformista a golpe de imaginación y la música negra pudo propagar a los cuatro vientos la nobleza de su origen y sus ambiciosos planes de futuro. La historia del jazz empezaba, y el orden no ha variado, con la A mayúscula de Armstrong.

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