Al FBI se le pierden las pistolas
Una investigación revela el robo de 450 armas y 185 ordenadores desde 1990
No se sale de lo común que un trabajador se lleve furtivamente a casa unos cuantos folios del despacho, o incluso un paquete de clips. Pero si la profesión del empleado es espía y su empresa es el FBI, el hurto venial puede ser más problemático: a la agencia de investigación de EE UU le han desaparecido 450 pistolas y 185 ordenadores portátiles, algunos de ellos con información confidencial.
Aunque en los tiempos que corren nada es imposible, parece improbable que el robo se deba a un asalto nocturno de una banda de cacos al cuartel general de Washington. De ahí se deduce que las armas y los PC están en las cartucheras y las casas de agentes cuyas aficiones incluyen el tiro, la informática y el gusto por lo ajeno.
John Ashcroft, fiscal general del que depende la agencia, compareció ante la prensa para asumir el bochorno
Dicen los periódicos que el FBI es víctima de un maleficio que amenaza con transformar a sus espías en réplicas del inspector Clouseau. No es sólo que el más pío de sus agentes (caso Hanssen) haya resultado ser un empleado de los rusos con novia en un garito de strip-tease. No es sólo que en los sótanos aparezcan documentos (caso McVeigh) capaces de frenar la ejecución del terrorista más odiado de EE UU. Y, desde luego, es sólo una coincidencia que el nuevo director del FBI, Robert Mueller, anuncie que sufre cáncer de próstata una semana después de que George W. Bush lo escoja para el cargo.
De las 450 armas desaparecidas, al menos 184 están en manos de gente de poco fiar: figuran como robadas en los coches o en las casas de agentes del FBI (o eso dicen ellos), e incluso sustraídas a agentes en atracos callejeros que no dejan de tener un cierto componente humorístico si no fuera porque al menos una de las pistolas se empleó en un homicidio en las afueras de la capital. Las otras 266 armas simplemente se han esfumado; en general, son pistolas de aspecto típicamente cinematográfico (semiautomáticas de marca Glock), aunque también han desaparecido varios rifles, metralletas y algún fusil de asalto difícil de esconder en un maletín.
Peor es la desaparición de ordenadores, no porque sean más caros que las pistolas (especialmente en este país), sino porque muchos de ellos contenían información comprometida, secreta, o ambas cosas a la vez.
John Ashcroft, el fiscal general (de cuyo departamento depende el FBI), compareció ante la prensa para asumir el bochorno, aunque trató de aminorarlo con una estrategia semántica: insistió en que las pistolas y los ordenadores no estaban 'desaparecidos', sino 'no localizados', como si fuera cuestión de mirar en las papeleras. Se estima que el FBI tiene repartidas 50.000 armas entre agentes y 13.000 ordenadores portátiles.
Las 'no localizaciones' se han descubierto en una auditoría interna que ha revisado los inventarios sólo desde el año 1990. Es muy significativo que el FBI haya mostrado reticencias a contar pistolas desaparecidas antes de ese año, no sea que la cifra se dispare. Por razones obvias, tampoco han querido ponerse a contar balas robadas en los departamentos de munición.
Cuando John Edgar Hoover dirigía el FBI hace medio siglo, el 88% de los estadounidenses tenía respeto y confianza por la agencia de información; una encuesta de Gallup mostró ayer que esa cifra se ha quedado en la mitad. No cabe duda de que las instituciones que velan por la seguridad del país pasan por un momento amargo respecto a la opinión pública, tanto que se ha actualizado un viejo chiste. El presidente de EE UU pone a prueba a dos agentes de la CIA, dos del FBI y dos policías de Nueva York, conocidos últimamente por la brutalidad de sus modos. Les encarga demostrar su habilidad en una misión de pega que consiste en localizar y rescatar a un conejo escondido en un bosque. Los dos agentes de la CIA se equivocan de bosque porque usan mapas antiguos. De los dos agentes del FBI, uno se pasa a construir madrigueras para los conejos y el otro prende fuego al bosque para irse pronto a casa. Los policías de Nueva York son los únicos que completan el trabajo: a punta de pistola, sacan del bosque a un oso que grita: 'Está bien, soy un conejo'.
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