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VISTO / OÍDO
Columna
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No leer

Somos el país que menos lee de Europa. Estamos todos los días flechados por las estadísticas: solemos estar al final de lo bueno, con Grecia y Portugal, o al principio de lo malo, con los mismos países. La lectura no ha sido nunca nuestro fuerte. Salvo algunos años del siglo XX en los que había un estímulo político: de dentro mismo del individuo que quería convertirse en lector porque intuía que por ahí tenía una libertad. La libertad de imaginar, de suponer o de esperar, que han sido siempre muy abundantes en los países iletrados. El índice de la alfabetización no es malo; pero muchos de los que conocen las letras, y la cartilla entera, no llegan al catón. No sólo las clases bajas; a las dirigentes les pasa lo mismo. Hay analfabetos intelectuales que pronuncian discursos o escriben libros. Pero ésa es una cuestión de mentecatos; hay millones que no leen porque no entienden. Algunos de los que escriben ni siquiera se plantean ese problema: leen y escriben entre ellos, para odiarse o hacer loores, o para mostrar su acierto mental ante sus competidores. Los que se plantean el problema tienen un pequeño sufrimiento cada vez que se inclinan sobre el teclado: si apartan palabras complejas, alusiones culturales, contribuyen al aumento del analfabetismo intelectual, a la reducción del vocabulario de uso. Ni siquiera pueden expresar lo que desean: se dejan llevar por el espejismo del sinónimo fácil o la metáfora tópica.

Una vez, en una universidad extranjera hablé ante estudiantes de hispanismo, de filología y literatura hispánicas. Me di cuenta de que no me entendían. Se sabe por las caras, por los gestos de aceptación o rechazo. Pregunté al catedrático que me acompañaba: 'No me están entendiendo. ¿Bajo el tono?'. 'No, no. No entenderle es su castigo, es su cargo de conciencia'. Quizá lo sea el de sus catedráticos. ¿Qué culpa tiene el que no entiende de no haber recibido enseñanza suficiente? Ya en la Unión Soviética se plantearon ese problema y lo resolvieron mal: creando una literatura de baja calidad, castigando una música o una pintura que aprovechaba la lección del pasado. Ortega, que era conservador, se negaba a la vulgarización, y opinaba que había que elevar a las masas, no reducir el arte. Era una idea del liberalismo incruento de entonces, del republicanismo ático. Estaban en ello: y entonces llegaron los perros.

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