Gracias, Bernard
Son muy escasos los momentos en los que reconciliarse con la televisión, el medio de comunicación más revolucionario que ha dado el pasado siglo. Inundada de una insufrible banalidad, poblada de deformidad y mal gusto, la televisión como medio se ha ido precipitando suavemente hacia el mismo lugar a donde avanza, de manera impulsiva, internet. La cháchara de bragueta y las naderías artificialmente alambicadas han alcanzado el estatuto reservado al discurso público revestido de interés general. Mostrar la nada queda incluso fuera de la categoría de lo pornográfico. Ahora, al inicio del periodo estival, cuando la televisión debería adoptar su faceta más interesante y divulgativa, ésta se convierte en el electrodoméstico más insufrible, repleto de surrealistas torneos veraniegos de fútbol, con partidos tipo Figueres-Dínamo de Bucarest, y de galas estivales plagadas de legendarias e incombustibles figuras del cante melódico cuyos primeros éxitos datan de 1971-72 y que gracias a los notables avances de la cirugía plástica y a la imaginación de los programadores, no hay manera de retirar.
Resulta paradójico contrastar el intenso debate público que ha generado en Francia la irrupción de Loft Story, el programa en versión gala de los hermanos encarcelados, con la complacencia con la que nosotros asimilamos la corrosión de la idea de servicio público, ese concepto que define jurídicamente la televisión, tanto en su versión pública como cuando es prestado por empresas privadas. Francia se atrinchera contra la globalización de la miseria intelectual en su específico apartado de cultura audiovisual. Sus canales públicos mantienen una cierta dignidad en la programación televisiva, alejados de esa especie de verbena de barrio en la que se ha convertido nuestra primera cadena nacional.
También es el país de la excepción cultural, argumento que defiende que la globalización de la economía debe respetar a las culturas, especialmente las más vulnerables y las marginadas de las corrientes homogéneas. Y un detalle más, una sencilla mirada al palmarés de su más importante cita cinematográfica del año, el festival de Cannes: Nanni Moretti, Michael Haneke, Isabelle Huppert, Benoît Magimel, David Lynch, Danis Tanovic, Chao Yang... Buen cine europeo, cine americano de raíces europeas y una buena ración de cine asiático convertido en heredero contemporáneo de la estética visual de la vieja Europa.
Hace unos días coincidían dos hechos de relevancia sociológica televisiva. Por un lado el concurso de los jóvenes encerrados llegaba a su fin. El programa nos ha dado lecciones de psicología descubriéndonos los efectos de la dependencia compulsiva de la nicotina. También nos ha revelado curiosas variantes idiomáticas, como el concepto de 'yoya', y nos ha orientado en el garbancero horizonte estético imperante: tatoos, perillitas y silicona. Un filósofo asturiano, en tareas de gurú mediático, está elaborando sesudas deducciones antropológicas del experimento que ganó una chica malagueña de verbo escaso en disputado final con un ganadero extremeño. Interesantísimo. El único consuelo que queda ante un erial mental de tamaño calibre es que los protagonistas no sean representativos de la actual juventud española. Probablemente sea un falso consuelo.
Por otra parte, y casi al mismo tiempo, Bernard Pivot ponía fin en TF2 a su mítico programa Bouillon de culture, heredero de Apostrophes y de Ouvrez les guillemets (Abrir comillas). El director de la tertulia televisiva sobre libros más famosa ponía fin a su periplo tras 28 años en pantalla, un cuarto de siglo oficiando el debate cultural, el culto a la sabiduría infinita que encierran los libros y el gusto por la conversación inteligente. La coincidencia del adiós de Pivot con el Loft Story francés, los grandes hermanos hispánicos y el acoso global a la cultura impresa me aboca al pesimismo más intransigente y al miedo a pensar que se cierra una época que recordaremos con envidia y amargura: los años Pivot (1973-2001) puede que sean los últimos en los que los libros eran libros, y la cultura que de ellos emanaba un espacio mágico, profundo e insobornable. Las crónicas recrean estos días desde los momentos épicos del programa a la apariencia física del propio Pivot, con ese fondo neutral que daban sus chaquetas abusando de los tonos marrones, un poco entre funcionario parisino y director de liceo.
En un sondeo fechado en enero de 2001, el 26% de los franceses lo consideraban el mejor candidato a ministro de cultura, muy destacado sobre el segundo, Jean d'Ormesson (6%). El programa ha sido un revulsivo cultural durante más de un cuarto de siglo, el llamado efecto Pivot, y hasta quienes se negaron a participar en el espacio lo engrandecen con su apología del silencio: Rene Char, Henri Michaux, Maurice Blanchot o Julien Gracq, quien simpatizaba con la labor de Pivot, pero se resistía a mediatizar su imagen y jamás aceptó una invitación de la televisión. Más allá de estas anécdotas lo importante es la labor silenciosa, de fondo, de permanente difusión del amor a los libros, y la clara evidencia de que en la televisión también se puede practicar el diálogo sosegado. En su despedida Pivot declaró: 'Soy de la época en que la televisión pública tenía como misiones entretener, informar y educar'. Quizás por este atronador eco que ha provocado tantas horas de cultura televisiva, los editores franceses pagaron la contraportada entera de Le Monde para escribir, sencillamente, Bernard, merci.
Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.
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