La pesadilla de los niños guerrilleros
Un centro misionero ayuda en Sierra Leona a los muchachos obligados a combatir
La guerra de Sierra Leona, cuentan los misioneros javerianos que trabajan en el país africano, no tiene mucho que ver con la política, ni con la religión, ni con las etnias: es un conflicto bélico, 'con un grado de crueldad extremo', desatado por el control del tráfico de diamantes. La guerra está dramáticamente asociada a los niños. José María Caballero, un misionero javeriano que lleva desde 1991 en la zona, dirige un proyecto de recuperación de niños guerrilleros y se ocupa de educarlos y reinsertarlos en una vida normal. Desde 1999, por el centro que tienen los misioneros en la capital, Freetown, han pasado cerca de 3.000 niños, y un 85% ha logrado salir de la selva, de la guerra, de la magia negra y hacer vida normal, 'aunque siempre convivirán con sus fantasmas'.
En el entrenamiento ritual se obliga al chaval a volver a la aldea donde nació y asesinar a un familiar
Recuperar a estos chicos no es una tarea fácil, porque muchos de ellos fueron secuestrados de sus aldeas cuando eran tan pequeños que no pueden ya recordar siquiera dónde nacieron. Después sufrieron fuertes entrenamientos militares e insertaron en sus mentes infantiles rituales y creencias asociados a la magia negra. Cuando los rebeldes atacaban las aldeas robaban a los niños y se los llevaban a la selva. Allí comenzaba un estudiado proceso de manipulación que los convertía en 'máquinas de matar'. José María Caballero, invitado a los cursos de verano de la Universidad Complutense, relató ayer en El Escorial cómo se van sucediendo los macabros capítulos que invaden la vida de estos niños. Con seis o siete años comienza su entrenamiento militar. Saben hacer cócteles mólotov y manejar las armas perfectamente.
El comandante del grupo se reserva las instrucciones más crueles. La primera misión que les encomienda es 'volver a la aldea donde nacieron y matar a un miembro de su familia, su padre, un hermano'. Después saltarán sobre su cadáver en macabra danza, se lavarán con la sangre de la víctima e incluso se comerán su corazón o hígado, si llega el caso.
Del familiar asesinado guardarán un objeto, que lo mismo puede ser 'un anillo que un dedo o la cabeza'. De vuelta a la selva, el brujo comienza la preparación de su espíritu militar: les baña con agua de hierbas; después les coloca una camisa atada con juncos, que deberán ponerse antes de entrar en combate, y les devuelve el trofeo que trajeron de su aldea, el testigo de la masacre que siempre llevarán con ellos, porque será una especie de ángel protector.
Lavarles el cerebro no entraña dificultad alguna: son muy niños y la religión de su país, 'donde lo real y lo irreal se mezclan', junto con las drogas, se encargan de la transformación. 'El brujo les da las instrucciones precisas, les dice que el amuleto será a partir de entonces su yuyu: las balas no les tocarán, los enemigos no les verán, estarán protegidos para la lucha'. Pero para que el ensalmo no se desvanezca habrán de seguir unas reglas estrictas. No deberán pronunciar algunas palabras, no podrán comer determinadas cosas, no practicarán el sexo en según qué momentos.
Cuenta Caballero que un día un chico se acercó hasta él y le entregó una bolsa: 'Cuando la abrí descubrí una calavera. Era su yuyu, el amuleto; me lo entregaba, ya no quería esa protección, se ponía en mis manos'.
En ese punto comienza la tarea de reinserción. Hay que convencerles de que no es cierto que puedan convertirse en un águila y sobrevolar un poblado, de que el amuleto no les hace invisibles ante el enemigo.
Por mentira que pueda parecer, Caballero asegura que cada vez son más las familias que los acogen de nuevo, a pesar de los crímenes que han cometido contra su propia sangre. Pero las pesadillas y los miedos tardarán en desaparecer, si es que alguna vez se van. 'Nuestro trabajo consiste en tenerlos ocupados, en educarles, en mantener una disciplina y unos horarios; charlamos con ellos, les decimos incluso cómo tienen que vestirse o lavarse'. Han inventado trabajos como el de taxista, que no existe en la ciudad, y así están dando empleo a estos muchachos, algunos de los cuales están ahora casándose y teniendo hijos. El centro de recuperación de Freetown está preparado para acoger a 5.000 niños, pero en la selva pueden quedar unos 10.000.
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