La 'locura' de Sergio García
El español, que ha regresado a la cumbre, pasó de ser la 'bomba' de 1999 al anonimato de 2000
'Todo el mundo pensaba que tenía que cambiar mi swing, que estaba acabado, que no había nada que hacer, que mejor que me retirara. Ahora no sé lo que está pasando. De repente es como si fuera el mejor jugador del mundo. Es un locura, pero así es'.
Sergio García estaba hablando la semana pasada tras ganar el Buick Classic, su segundo torneo en un mes en el circuito profesional de Estados Unidos. Tenía razón. La extraordinaria diferencia entre la percepción que se tiene de él hoy y hace doce meses, los espectaculares altibajos que ha dado su vida deportiva desde que apareció como un meteorito en el mundo del golf hace un par de años, el mismo golf (como cualquiera que lo ha jugado, sin excluir al rey Jacobo VI de Escocia en en el siglo XVII, asentirá): es, todo, una locura.
García pasa de ser la revelación bomba del deporte mundial en 1999 al casi anonimato en el año 2000. Si no hubiera sido por su tendencia de vez en cuando a quitarse el zapato en medio de un recorrido y, como terapia contra la frustración, darle una buena patada con la zurda, hubiera pasado casi tan inadvertido como Fred Funk, uno de tantos que nunca ganarán un grande y se tendrán que conformar para el resto de sus vidas profesionales con unos tristes ingresos de 600.000 o 700.000 dolares al año.
García lleva 2.191.740 dolares ganados (unos 427 millones de pesetas) en la PGA, la champions league del golf, en lo que va de 2001. Va quinto en el ranking. Y segundo en la conciencia colectiva de aquellos que se dedican a pensar seriamente en el golf. Segundo, es decir, detrás de Tiger Woods. Una vez más, como ocurría en 1999, toda la prensa especializada, todos los analistas (especialemente en Estados Unidos), coinciden en que García es el único jugador capaz de parar a Woods, de impedir que el californiano ejerza una hegemonía ininterrumpida en los próximos diez o quince años.
De repente García es uno de los favoritos para ganar el Open Británico, que se disputa dentro de dos semanas en el campo inglés de Royal Lytham & Saint Anne's. Hace un año nadie -con la posible excepción de algún optimista delirante en su familia, o entre sus amigos más cercanos- le daba la más mínima posibilidad de ganar el Open de Saint Andrews. Como nadie dudaba que el Tigre se iba a comer el venerable campo escocés, y a todos sus rivales.Y así fue. García no jugó tan mal, pero no le entraba ni un putt. Woods, en los drives y en los golpes a los greens, no estuvo mucho mejor que García, pero le entraban todos los putts.
Por eso García decía el otro día que era una locura consagrarle ahora como el mejor del mundo, o algo por el estilo. Porque él sabe muy bien que la diferencia entre el nivel de su juego de hoy y de hace doce meses no es tan grande. Que más bien es mínima. Una cuestión de un centímetro aquí, un milímetro allá. Pero un centímetro en el golf es todo, es la diferencia entre la gloria y la desdicha, entre Tiger Woods y Fred Funk.
Y si no, que se lo pregunten a Retief Goosen. Al final, tras un play-off hace un par de semanas, Goosen ganó el Abierto de Estados Unidos. La eliminatoria no hubiera sido necesaria si no fuera por el hecho de que el jugador surafricano, que en el juego corto había estado impecable durante los 71 hoyos anteriores, hizo lo impensable en el 72. Con dos putts, desde una distancia de tres metros, hubiera ganado el primer grande de su carrera; pero hizo tres.
¿Qué le pasó? Le pasó lo que le pasa más a los jugadores de golf que a los jugadores de cualquier otro deporte profesional. La psicología, el factor humano, se impuso. ¿Cuál es la diferencia entre fallar un putt por un centímetro o acertar por un milímetro? ¿Qué es lo que provoca aquel pequeñísimo, casi invisible, movimiento de la muñeca o del codo o de la rodilla que hace que la bola salga disparada del tee no al centro de la calle, sino al medio de los árboles? Algo dentro del cerebro, algo tan enigmático como el eterno misterio del comportamiento humano, quizás condicionado por la dieta, o por el sexo, o por la relación que uno ha tenido de niño con su padre o su madre. Quizás, justo en el instante cuando Goosen dio aquel segundo putt en el hoyo 72 del Open de Estados Unidos, recordó, sin saber que lo recordaba, el día cuando, teniendo nueve meses, su madre se olvidó que lo había dejado encerrado una hora en el coche. ¿Absurdo? Puede ser. Pero hasta la fecha nadie ha propuesto una mejor explicación de por qué falló ese golpe.
¿Por qué Sergio García tuvo un segundo año tan desastroso, comparado al menos con las expectativas que se crearon en su annus mirabilis anterior? ¿Por qué no le entraban los putts? ¿Por qué perdió el Buick Classic el año pasado cuando, faltando ocho hoyos, iba gananado con una ventaja de tres golpes, y este año, mucho más presionado, lo ganó?
Tendrá algo que ver con el conocido gafe del segundo año, un fenómeno que se percibe en otros deportes. Pero lo seguro era que algo ocurría dentro de su cerebro que le impedía desarrollar su talento con la plenitud de que dispone. Ese algo ha desaparecido en los últimos meses. Pero ha vuelto a aparecer en el juego de Woods, que últimamente no parece tan seguro de sí mismo.
Mañana, en el golf, todo puede cambiar. Antes del Open de Estados Unidos todos decían, todos, que el interés iba a estar en quién quedaba segundo. Lo que ocurrió fue que Woods casi no pasó el corte y el ganador resultó ser un surafricano desconocido. El pronóstico, casi inútil en el golf, es que el Británico enfrentará a Woods y a García. O que será la coronación de García como príncipe heredero del Tigre.
Podría ser. García tiene todo el talento del mundo. Según las estadísticas, los mejores drives, los más precisos, de los diez mejores jugadores del mundo. Y su juego corto recuerda las maravillas que hacía Severiano Ballesteros. García tiene madera de campeón, tiene la enorme confianza en sí mismo que es esencial para triunfar en todos los deportes, pero más en el golf. Da la impresión de que la relación que ha tenido con su madre y su padre nunca le inhibirá en el green. Sino todo lo contrario.
Pero igual García empieza a hacer algún movimiento extraño, invisible, con la muñeca a la hora de pegar un drive, o los putts por algún motivo indescifrable dejan de entrar, y desaparece el joven español durante doce meses más. García tiene razón: el golf es una locura. No se puede confiar en nadie, ni descartar a nadie. Ni siquiera a Fred Funk.
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