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Columna
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La nada

La espiral deprimente del Barça tiene, incluso para los no futboleros, un cariz simbólico. El Barça es la obvia metáfora de la decadencia de una Cataluña que había proclamado hasta la saciedad su condición de patria exquisita (más que un club ibérico: un club europeo) y que, sin embargo, no puede controlar los brotes de peste porcina ni sabe, después de tantos veranos en llamas, idear una estrategia preventiva contra el fuego. Veintitantos años de autonomía: veintitantos años de impotencia. Sin política agraria, sin modelo de territorio, pero con grandes esfuerzos retóricos y con buenos medios de propaganda, muchos catalanes se empeñan en seguir mirando a los vecinos ibéricos por encima del hombro. Cataluña, como el Barça, no ha aprendido a contemplarse. El espejo catalán, como el barcelonista, continúa narrando felices victorias y épicas derrotas que la imaginación tiende a calentar. Son espejos especializados en ocultar los granos de pus: los límites, errores y responsabilidades que los que mandan tienen en la conformación de nuestra fealdad. Hasta que, de repente, nos damos cuenta de dónde estamos: la mayor hazaña consiste en evitar que el Madrid llegue a la enésima final europea y la máxima ambición política consiste en esperar que Aznar pinche en Euskadi.

En los primeros choques electorales, Gaspart se encastilló en un patriotismo barcelonista que parecía una involuntaria parodia del nacionalismo: se negaba a discutir con su oponente Bassat unas determinadas propuestas económicas y organizativas que éste sugería con el objetivo de equiparar las estructuras del club a las del Manchester. Y se negaba a discutirlas con el peregrino argumento de que no es posible poner en duda que el Barça sea el mejor club del mundo. A Gaspart le importaba ganar las elecciones, no reflexionar sobre supuestos problemas de estructura. Y las ganó halagando las vísceras del socio, aplaudiendo sin cesar el vanidoso sentimiento de pertenencia, exhibiendo testosterona azulgrana para anular el cerebro de la afición. Claro está que un club de fútbol no es más que un fenomenal amasijo de testículos y corazones. Con lo que la parodia a lo mejor se ejerce desde la política: a veces creo que el sentimiento nacionalista sembrado en estos 20 años no tiene relación alguna con el de otras épocas (romántico, novecentista o antifranquista), sino que es un remedo, una parodia voluntaria del forofismo azulgrana.

Después de más de veinte años, en efecto, es obvio que los gobiernos pujolistas, más que resolver problemas, han dedicado sus esfuerzos a mantener la herida abierta, el resentimiento contra el equipo rival, el dolor histórico: la espuela que mejor activa la pasión política (y la futbolera). Es imposible, en todo caso, en Cataluña razonar sobre los incendios, sobre la insensata y superpoblada cabaña de cerdos, sobre la degradación de la enseñanza o sobre el colosal desbarajuste administrativo, urbanístico y territorial. Es imposible. De lo único que sabemos hablar es del maldito Guruceta (equivalente futbolístico de los históricos pleitos catalanes) o de cualquiera de los árbitros de ahora, no menos pérfidos, que tanto nos perjudican. Seguimos siendo el mejor país del mundo, sin duda. Un país, como describió Salvador Espriu (sí, el mismo que fue considerado poeta nacional), campeón del concurso mundial de cretinismo: 'No puedes ignorar más de lo que ignoras'. Y sin embargo, puesto que el nacionalismo gobernante se arrodilla ante Aznar y últimamente, por lo tanto, no es posible vocear las maldades del enemigo, lo que estamos desarrollando es un pestífero vapor nacional en el que el resentimiento y el ensimismamiento se mezclan a partes iguales con el desapego, el cansancio patriótico, el desinterés político, el aturdimiento civil.

En la prolongación de los peores vicios del nuñismo, el sentimiento azulgrana deriva hacia el estupor, la irritación y el abandono. Lo mismo que sucede en esta agónica prolongación del pujolismo: exceptuando a la minoría gobernante y a su poderoso tejido de servidores y beneficiarios, el país dimite, se evade, huye del clima oficial como los adolescentes de los años sesenta huían de la irrespirable penumbra de los confesonarios.

Durante este primer año de Gaspart, al Barça no han dejado de crecerle los enanos. Las dudas de Serra Ferrer y las veleidades tácticas de Rexach, el desmadre organizativo, los inútiles fichajes populistas, la incapacidad para reencontrar el estilo perdido, el agotamiento de los símbolos (Guardiola), la ruina del mito de la fortaleza económica. Y finalmente, la sospecha de corrupción, negada en nombre de todos los santos azulgrana (un eco, casi, de las sospechas que una y otra vez chocan contra los santos de la catalanidad). El presidente Gaspart no logra dar la impresión de creer en lo que dice, a pesar del ceñudo gesto con que enfatiza sus proclamas. La zozobra actual tiene este componente patético: incluso la liturgia y las soflamas parecen estar en bancarrota. Es la misma impresión que producen el delfín Mas y la cohorte entera de herederos de un Pujol que resiste, ya sin coartadas líricas, con soberano impudor, sólo para salvar la herencia de los suyos. El sálvese quien pueda del Gobierno pujolista no es menos aparatoso que el azulgrana y apuntaría a final trágico si no estuviera el país real (el de la calle y las empresas) compitiendo, al margen de la cosa oficial, con el mismo denuedo con que forzosamente se compite en el mundo en que vivimos. El final trágico, sin embargo, no deja de aparecer como inquietante sombra: el fuego de los incendios, el agua del conflicto, la tierra de los purines. La dolça Catalunya, reducida a su peor expresión, está siendo barrida por los elementos. Dejando hacer, dejando pasar, como el Barça, va este país a la deriva. Un incendio invisible está arrasando sus mejores verdes: los que regaba la sociedad civil. He ahí una Cataluña átona, dimisionaria, huyendo de sí misma hacia la nada de las vacaciones. He ahí un país cansado que coquetea con la Segunda División.

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