'Tourcity'
En 1969 los europeos se rieron mucho viendo la película de Mel Stuart Si hoy es martes, esto es Bélgica, en la que un grupo de turistas norteamericanos lograba visitar Europa entera en nueve días. Ahora, tres décadas más tarde, el argumento no causaría tanto jolgorio porque se ha convertido en realidad cotidiana, pero también porque ya no haría falta que los protagonistas de la película fueran estadounidenses. Ese tipo de viaje no es en este momento un invento para gente poco informada, que se enteró en la agencia de viajes de la existencia de Europa. Hoy en día, el tour acelerado por países y ciudades es una propuesta de ocio habitual, aceptada por las autoridades municipales de todo signo como un bien caído del cielo, que alimenta una industria fuerte e influyente y que se dirige masivamente a los propios europeos.
Para comprobar la riqueza actual de la oferta basta darle un repaso sucinto. Un pionero en el género es la fórmula ya clásica Ciudades imperiales del este de Europa: Praga, Viena y Budapest en ocho días. Un recorrido que hasta hace poco parecía increíble por lo apretado, pero al que le han crecido ampliaciones diversas. La más prudente ofrece conocer de una tacada Rusia y Europa oriental: Moscú, San Petersburgo, Viena, Budapest y Praga en 17 días. Otra, más modesta, propone Francfort, Núremberg, Praga, Brno, Budapest y Viena, a perpetrar en nueve días. Y si se anhela algo más completo, la opción Londres-París-Ciudades imperiales permite visitar Londres, Brujas, París, Francfort, Núremberg, Praga, Brno, Budapest y Viena, además de realizar un crucero por el Rin y, de propina, darse una vuelta por el Principado de Luxemburgo (15 días).
Otro circuito con solera es Ciudades imperiales de Marruecos: Rabat, Marraquech, Fez y Mequinez. Esta oferta también se ha quedado corta, por lo que ahora el mercado ofrece una alternativa multicultural: Madrid, Córdoba, Sevilla, Ronda, Costa del Sol, Granada, Toledo, Fez, Mequinez, Marraquech, Casablanca, Rabat y Tánger (16 jornadas).
Estas propuestas no son excepciones a ninguna regla, sino la regla misma: los promedios de días por ciudad que aparecen en ellas son ya los habituales. Ni siquiera Roma, ciudad con alguna densidad histórica, se escapa a esa concepción del espacio-tiempo, y ha habido que inventar el circuito Italia clásica y Países del Este: Roma, Pisa, Milán, Ginebra, Zúrich, Vaduz, Salzburgo, Viena, Brno, Praga, Budapest, Klagenfurt, Venecia, Padua, Florencia, Asís y Roma, en 17 días.
La generalización de este tipo de viaje tiene una repercusión notable, claro está, en el triunfo de un determinado tipo de ocio controlado. Pero gracias a su éxito masivo, el tour compulsivo ha provocado, al menos, otros dos tipos de consecuencias: sobre las propias ciudades y más allá de ellas.
En lo que respecta a las urbes, ahora no tan sólo se transforma al individuo-ocio en turista de operador turístico, sino que las ciudades también se adaptan a esta industria apabullante. Una adaptación que afecta a la economía, la cultura y el espacio público urbanos y, en definitiva, al modelo de ciudad en su conjunto. Ese ejercicio de transformación es necesario porque hay que cumplir ciertas condiciones técnicas para que se puedan efectuar visitas en grupo. Éstas, en efecto, se basan en el control completo sobre el tiempo de los individuos desplazados. Las unidades que forman el grupo no pueden dispersarse, y cada uno de los lugares elegidos debe permitir una visita compacta y corta, que pueda ser concluida sin dilaciones, además de asegurar la introducción de algunos gastos obligados. El caso es que en las ciudades no hay muchos lugares para visitar que reúnan las condiciones adecuadas. Así, aunque esos viajes juegan con el reclamo de ver muchas cosas, lo decisivo es que el organizador necesita construir una visita total factible para el movimiento en grupo, y lo consigue sumando lugares posibles en cada ciudad: en ésta un par de monumentos, en la siguiente una visita panorámica, en la de más allá un paseo en barco o una cena típica. La suma de estos elementos visitables conforma una ciudad ficticia, hecha de fragmentos de diversas urbes: Tourcity.Cada una de las ciudades que aportan sus retales para crear Tourcity desaparece en tanto que ella misma, y debe modificar algunas cosas para disfrutar de los beneficios de la inclusión. Para empezar, su propia imagen, que sufrirá una reducción drástica, tendiendo con fuerza a la sandez. En el viaje Lisboa-Madrid-Barcelona (cinco días), en el Roma-Lucerna-Ginebra-Barcelona (seis días), o en el Madrid-Toledo-Zaragoza-Barcelona-Valencia-Granada-Sevilla-Córdoba (10 días), la capital catalana (un día) queda reducida a tres cosas: la Sagrada Familia, el Barri Gòtic y La Rambla. Si Barcelona sufre una empobrecedora tendencia, cada vez más acusada, a convertirse en Gaudilona, eso no es nada comparado con el resultado de sacrificar la ciudad real a la lógica de Tourcity.
No es difícil apuntar otras repercusiones a escala de la ciudad: qué ocurre en el espacio público, qué opciones económicas salen perdiendo, en qué hay que convertir algunos museos o lugares, etcétera. Baste constatar la miserable forma en que se ha transformado el cementerio judío de Praga para poder aportar ese elemento a Tourcity. Pero más allá de la escala urbana surgen también implicaciones. Los fragmentos que forman Tourcity no están unidos entre sí por calles y caminatas, sino por aeropuertos, autopistas y motores. Por supuesto que, desde el punto de vista cultural, no es lo mismo viajar desde algún lugar del mundo hasta Roma para recorrerla en unos días, que llegar allí y salir al día siguiente con la admirable intención de visitar 15 ciudades más. Pero tampoco es lo mismo desde el punto de vista del consumo de la energía y de la materia. Una ciudad que se haya convertido en un fragmento consolidado de Tourcity no es una ciudad sostenible. Está, por el contrario, contribuyendo a la conversión de la ciudad en parque temático de sí misma, al aumento de la insostenibilidad global en el planeta.
Albert García Espuche es historiador.
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