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Columna
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Las cabezadas

Si alguien piensa en comparar la personalidad política de José María Aznar con la de su predecesor en el cargo, Felipe González, bien puede tomar como punto de partida la observación de Diderot: prefiero 'otorgar mis elogios a una hermosa máscara antes que a un rostro desagradable'. En efecto, a González era lícito reprocharle que convirtiera la vida política en una permanente representación, donde por encima de los contenidos hacía imperar su gesto y su palabra. Fue una máscara perfecta. El problema de Aznar es otro. En múltiples ocasiones, el rechazo no lo provocan los contenidos de sus discursos ni de sus actuaciones políticas, sino la carga de prepotencia y de desprecio hacia el otro que reflejan su gesto y sus expresiones, afectadas además por la pésima calidad de su oratoria. Aznar, lo mismo que Arenas, exhibe innecesariamente un aire de señorito engreído cada vez que se refiere a la oposición. La utilidad de semejante actitud es algo del todo injustificada, teniendo en cuenta la generosidad con que el PSOE ha asumido una política de consenso con el Gobierno en cuestiones esenciales como el terrorismo o la reforma de la justicia.

Valga como ejemplo la imagen ofrecida al presentar en público recientemente un foro sobre Europa. Aznar, desde su papel de estrella en primer plano, toma el micrófono mientras detrás la cámara presenta el coro silencioso de figuras y figurones que avalan la seriedad del proyecto. Alguno de los corifeos bien hubiera hecho en abandonar la escena cuando al presidente no se le ocurrió otra cosa que descalificar de forma primaria el proyecto sobre Europa presentado por el PSOE unos días antes. Sería la 'ocurrencia' de un líder 'inmaduro'. Y se queda tan ancho. La consigna, fielmente seguida por Arenas, consiste en presentar una y otra vez a Rodríguez Zapatero como un pobre tipo que no puede ser tomado en serio por el presidente y a cada iniciativa del PSOE como prueba de la falta de rigor de un partido incapaz de convertirse en alternativa. Entrar al trapo, asumiendo el riesgo de argumentar, nunca.

Lo peor es que esta deriva tontamente autoritaria se prolonga hasta la política efectiva que desarrolla el Gobierno del PP en el plano internacional, y también hacia terrenos particularmente sensibles como es la relación con el poder judicial. Por desgracia se hace imprescindible recordar la vieja advertencia de Montesquieu: no hay libertad si el poder de juzgar no está separado del legislativo y del ejecutivo. Y está claro que Aznar, como el absolutista Jacobo I de Inglaterra, aspira a que los jueces sean leones bajo el trono o, si falta hace, vulpejas. A los elogios dedicados antes del 96 a la justicia independiente ha sucedido una serie de actuaciones que suponen acudir a todos los recursos posibles para domesticar la acción autónoma de la justicia. Lo de menos ya es si Liaño prevaricó o no. Importa, ante todo, que tras la condena por el Supremo el Gobierno ha convertido la facultad de indulto en palanca para anular todo efecto a la condena de su juez, vaciando la sentencia del tribunal. Por eso Piqué se ha adjudicado ya a sí mismo el veredicto de inocencia en el caso Ercros-Ertoil: para impedir su declaración están ahí Cardenal o lo que haga falta. Con el PSOE era necesario perseguir la corrupción; con el PP va resultando sencillamente imposible hacerlo.

Ese mismo autoritarismo, proyectado en la esfera exterior, se limita a producir efectos bumerán. El aislamiento buscado, la arrogancia y la falta de 'ocurrencias', más allá del color de la corbata, tienen como único efecto que la imagen de la política exterior española vaya empequeñeciéndose, pegada a intereses particularistas y sin el menor atisbo de grandeza. Ser el mejor vasallo de Bush en Europa, y serlo gratis, sirve sólo para distanciarnos del eje Alemania-Francia (caso del escudo antinuclear). Y para hacer que sintamos vergüenza al leer las declaraciones de Piqué equiparando a los palestinos con ETA, al ver callar a Aznar cuando Putin compara a Chechenia con Euskadi o a limitarse a leerle la cartilla de Bush a Yasir Arafat, sin decir nada sobre el verdadero culpable de todo, Ariel Sharon. En suma, lo peor de las cabezadas de Piqué ante Bush es que constituyen el síntoma inequívoco de una servidumbre voluntaria.

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