Tiene gracia la cosa
Un conocido (y excelente) tenor teorizó cierto día sobre los duendes del Teatro Real. Decía, metafóricamente, que se habían marchado porque era un teatro con demasiado orden y limpieza, casi como un hospital, y los artistas estaban allí como atenazados. Escuchando el lunes La Cenerentola, de Rossini, divagué sobre qué pensaría el tenor si estuviese en el patio de butacas, sobre todo en el sexteto Questo é un nodo avviluppato (Este es un nudo bien enredado), momento mágico, central y esencial de la noche, donde se fusionó lo mejor del planteamiento teatral de Savary y lo mejor del estilo rossiniano de los cantantes, al servicio de una situación de locura organizada, de esas que dejaban boquiabierto a Stendhal.
La Cenerentola
De Rossini, sobre un libreto de Jacopo Ferretti. Edición crítica de Alberto Zedda. Director musical: Carlo Rizzi. Director de escena: Jérome Savary. Con Sonia Ganassi, Raúl Giménez, Alessandro Corbelli, Carlos Chausson, Jeanette Fischer, Marina Rodríguez Cusí y Simon Orfila. Orquesta y Coro de la Sinfónica de Madrid. Producción de la Ópera de París. Teatro Real, 11 de junio.
Era lógico pensar que los duendes habían regresado a la llamada de Rossini. Quizá se habían ido, además de por la apariencia de hospital, porque no se había programado al genial compositor de Pesaro. Y un teatro sin su buen humor es un teatro poco acogedor para los duendes.
La representación de La Cenerentola ayer fue entretenida. Desprendió un suave no sé qué, un cierto encanto, aunque sin llegar a ser arrebatadora. No es poco en un título más complicado de lo que parece a primera vista en su combinación de drama jocoso, fábula moral y comedia sentimental.
Ritmo vivo
Tuvo en Carlo Rizzi un concertador estupendo. Llevó la obra a un ritmo vivo, extrajo de la Orquesta Sinfónica de Madrid un sonido ligero y flexible y acompañó a los cantantes siempre con primor sabiendo muy bien el terreno que pisaba. Jérome Sabary planteó escénicamente la obra forzando el elemento grotesco y apoyándose en la dirección de actores. En una escena como el sexteto citado funcionó a la perfección. Pero, a veces, se perdía en la dispersión y el barroquismo con un movimiento de coros recargado y algo excesivo sin que el escaso interés de la escenografía ayudase demasiado. A los cantantes, sin embargo, les sacó todo el partido imaginable en su faceta teatral.
Además cantaron, en conjunto, a un nivel ciertamente notable. El más aplaudido fue Carlos Chausson, espléndido en la construcción del personaje de Don Magnífico. El argentino Raúl Giménez volvió a mostrar su gran clase de tenor belcantista a la antigua (el Esplá de la lírica, vamos). A Sonia Ganassi le faltó un puntito de arrebato en el rondó final; su Angelina fue, en cualquier caso, más que correcta. Alessandro Corbelli exhibió una gran desenvoltura de principio a fin como Dandini y Marina Rodríguez Cusí estuvo pizpireta e intencionada como Tisbe. Dejo para el final a Jeannette Fischer (Clorinda), una cantante atlética con una comicidad irresistible; un papelón el suyo, teatralmente hablando.
Volvieron con Rossini las sonrisas al Teatro Real. Volvieron los duendes y dejaron algunas gotitas de su inspiración por los rincones. Ojalá se queden. Con lo próximo que viene, su presencia va a ser muy necesaria.
Babelia
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