_
_
_
_
A PIE DE OBRA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Topsy-Turvy'

Marcos Ordóñez

- 1. Una joya oculta. Biel Moll me ha descubierto una de las mejores películas sobre el mundo del teatro, sobre la creación de un espectáculo: Topsy-Turvy, de Mike Leigh. La hemos visto en DVD, y es en ese formato donde deben buscarla porque, por lo que parece, no va a estrenarse en España, pese a contar con tres candidaturas y dos oscars cosecha 99. ¿Motivos? Presuntos: a) Es 'de época', b) es larga (160 minutos) y, c) 'va' de teatro.

Hay pocas películas que valgan la pena sobre el mundo del teatro. Sobre el teatro haciéndose, del mismo modo que La Belle Noiseuse, de Rivette, o El sol del membrillo, de Erice, eran películas sobre un cuadro pintándose: las delicias y los tormentos de la creación artística. Hará unos meses se estrenó Abajo el telón, de Tim Robbins, la crónica del montaje y el frustrado estreno de The craddle will rock, la 'ópera proletaria' de Marc Blizstein que creó Welles con el Mercury Theater. Muchos amigos me dijeron: 'Te habrá encantado, con lo que te gusta el teatro'. No, todo lo contrario. Me indignó. Era una colección de clichés. En lugar de mostrarnos a Welles trabajando, levantando sus gloriosos mecanos, Tim Robbins escogía mostrar el tópico del director megalómano y neurótico. Para no hablar del pobre John Houseman, al que convertía en una locaza sin más. Imposible creernos que aquel par de idiotas levantaran, como levantaron, el Mercury.

Hay pocas películas que valgan la pena sobre el mundo del teatro, sobre el teatro 'haciéndose'

Topsy-Turvy no parece, en principio, una película del autor de Secretos y mentiras. No hay improvisaciones; está férreamente escrita. Al principio te despista la suntuosidad, y la distancia que marca la época. Sí, es una película de época, pero en el fondo la mirada es la misma. Y la actitud, y el tono. El mismo gusto de Leigh, casi documental, por los detalles. El mismo respeto absoluto por los personajes. Una mirada casi renoiriana, que ni satiriza ni juzga: muestra. O, mejor dicho, deja que los personajes se muestren a sí mismos. A diferencia de tantas películas americanas, en las que los protagonistas llevan su arquetipo sobre los hombros desde el primer minuto (el sensible, el amargado, el corazón de oro), los personajes de Topsy-Turvy se revelan, poco a poco, a partir de sus acciones, como en las viejas películas de Hawks, de Ford, del cine clásico.

- 2. ... Like show business. Topsy-Turvy es, en plano general, una formidable crónica sobre la era victoriana y, en primer término, un canto -coral- de amor al teatro. Sus protagonistas son William S. Gilbert y Arthur Sullivan, en arte Gilbert & Sullivan, los padres de la opereta inglesa. La película comienza en Londres, en 1884, con la separación de la pareja. Tras 10 años de éxitos continuados, Princess Ida, su último estreno en el Savoy (un Savoy que todavía no era hotel, sino teatro, su teatro) es un fracaso. (El título, Topsy-Turvy, es el término utilizado por los críticos para definir las operetas de la pareja: incongruencias, disparates). Los dos autores, que han dejado de entenderse, no pueden ser más distintos. Sullivan (Allan Corduner), el compositor, es un dandi mujeriego, cansado y enfermo, casi una criatura proustiana, habitante de los mejores burdeles de Europa, que decide romper el tándem para dedicarse a componer 'música seria'. Gilbert (Jim Broadbent), el letrista, nos parece un egomaniaco pomposo, apegado a las fórmulas del éxito, hasta que Leigh nos hace ver las aguas movedizas de su vida familiar -la locura paterna, la abismal incomunicación con su esposa- dejando que saquemos nuestras propias conclusiones.

Durante la segunda hora de película, Gilbert y Sullivan renacen, literalmente, gracias al teatro, la pasión de sus vidas. Por medio de su mujer, Kitty (Lesley Manville), Gilbert descubre, en una exposición sobre el Japón, la idea de The Mikado. En esa extraordinaria segunda parte, Gilbert y Sullivan levantan su ópera cómica con el esmero y la minuciosidad de Flaubert desplegando su Salambó. Sullivan compone y Gilbert dirige, y asistimos a su obsesiva búsqueda de actores orientales, para atrapar el 'detalle preciso': el modo de andar y moverse en escena, e incluso la manera de plegar los abanicos, coincidiendo con los acordes dominantes de la partitura. Todo tiene un sentido, hasta los detalles más insignificantes o más aparentemente ridículos. Hay un conato de revuelta porque los cantantes del Savoy se niegan a sustituir el corsé por el quimono, pero tienen sus razones: el corsé les permite, al comprimir el diafragma, proyectar la voz con más potencia. Hay una secuencia maravillosa en la que Gilbert decide, en el ensayo general, cortar la canción estelar de The Mikado, la piéce de resistance de Richard Temple, el cómico más veterano de la compañía, interpretado, en un prodigio de fragilidad secreta, por Timothy Spall, el padre de Secretos y mentiras, y todos los miembros del teatro acuden a Gilbert para rogarle que 'se la devuelva': la emoción contenida de esa escena, que podría despeñarse hacia una previsible sentimentalidad corporativa, es una de las muestras del gran talento de Mike Leigh. O los apuntes sombríos de la época victoriana, que funcionan por ósmosis, impregnando el relato, y nunca por subrayado: el miedo de Gilbert a mostrar sus emociones, el abismo que le separa de su esposa en la conversación nocturna que sigue al estreno, o su breve encuentro con una terrorífica mendiga por las callejuelas que rodean el esplendoroso Savoy.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

La lección moral de esta película es presentar el trabajo teatral como una pasión colectiva, como la labor de un equipo de hombres y mujeres en el que todos los vectores apuntan hacia el mismo objetivo, desde los productores del Savoy, los míticos D'Oyly Carte y Helen Lenoir, hasta el último maquinista de la compañía. Y el hecho de que el material elegido sea una pieza calificada de arte menor como una opereta redobla la intensidad de su trabajo, y el riesgo de Mike Leigh. ¿Qué director español se atrevería a contarnos, por ejemplo, el making off de Doña Francisquita, un Amadeo Vives, su vida y su tiempo, hecho radicalmente en serio, como hace Topsy-Turvy con Gilbert & Sullivan? (Lo que daría yo por ver eso, amigos).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_