A la espera del péndulo
El 13 de mayo, el día de Fátima, parecía haber trasladado las resonancias apocalípticas del mensaje mariano a la política vasca. Iba a ser el gran día, temido y anhelado. Todo estaba en juego. La alegría y la decepción han sido proporcionales a las grandes energías emocionales que se habían desatado. Pero tras la tempestad viene la calma y los contendientes se toman un reposo, se serenan y calculan. Los vencedores han tenido el buen sentido de expresarse con moderación, con llamadas al diálogo y a comenzar una nueva etapa. Pero las incógnitas son muchas. ¿El PNV interpretará su triunfo como una confirmación de la estrategia de Lizarra y decidirá seguir por esa senda con más decisión? Sus socios de EA, sin duda, se lo reclamarán y no digamos nada EH con la teoría de sus votos prestados. Pero no está nada claro lo que va a suceder. El famoso péndulo -la ambigüedad y ambivalencia que caracterizan la historia del PNV- nos puede salir con lo más inesperado cualquier domingo desde la ventana de un batzoki.
Los apocalípticos fallan siempre y mirándolo bien las cosas no han sido para tanto. Se confirma la existencia de dos grandes bloques, entre los que apenas hay trasvases, y separados por un pequeño número de votos. El repudio de ETA, expresado en el espectacular descenso de EH, no sorprende más que a los autistas de ese mundo fanático. Pero lo que tiene un gran valor político es que los votos de EH han dejado de tener capacidad de condicionar al Parlamento vasco.
Hay votantes peneuvistas que se indignan cuando oyen que las víctimas del terrorismo han sido los grandes olvidados en estas elecciones. Subjetivamente pueden tener razón. Pero es indudable que los concejales del PP y del PSOE, quienes se juegan la vida aceptando aparecer en sus listas electorales o criticando públicamente la deriva excluyente y etnicista del nacionalismo vasco, los que tienen que mirar los bajos de su coche cada día y aceptar guardaespaldas y restringir sus movimientos cotidianos, han vivido estas elecciones como una gran frustración. Pensaban que su sufrimiento iba a suscitar una solidaridad política que, al mismo tiempo, iba a ser la forma más contundente de combatir a ETA. Calculaban también que quienes mantenían acuerdos en algunos ayuntamientos con quienes no condenan los atentados y que con su alianza estratégica con ellos -quizá involuntariamente y para conseguir otros fines- habían alentado las quimeras fanáticas serían castigados en las urnas.
Es duro decirlo, pero en las elecciones no se ponderan argumentos, sino que se cuentan los votos y la justicia y la razón no acompañan necesariamente al vencedor. Mucha gente amenazada perdió la noche electoral la esperanza de que su situación cambiase. Interpretaron los resultados como una manifestación más de una sociedad insensible a los sufrimientos que no les afectan personalmente. Dudo que este diagnóstico sea del todo cierto. Los sentimientos son, con frecuencia, engañosos y me resisto a vivir en una sociedad tan envilecida. Por una parte, ha funcionado el cerrar filas del nacionalismo ante lo que interpretaba como un hostigamiento masivo e injusto. Por otra parte, la campaña del PP no supo asumir elementos fundamentales del patrimonio común de todos los vascos y, confundiendo firmeza con inflexibilidad, eludió hablar de algo tan importante como del diálogo entre todos los demócratas, incluidos, por supuesto, los nacionalistas, para afrontar el terrorismo y evitar la confrontación social. El PP hacía casi imposible el tránsito de los nacionalistas moderados y decepcionados con su partido, que eran muchos.
Un elemento clave en estas elecciones y en su largo proceso previo ha sido la beligerancia ideológica de muchos intelectuales, e incluso el activismo de algunos en la misma campaña electoral. Se ha tratado de algo inusual en las democracias y sólo explicable por la situación extraordinaria que atraviesa la sociedad vasca. Nos encontramos con un movimiento ideológico totalitario y fanático, articulado socialmente, que tiene su gran referente simbólico y, probablemente, su dirección en una banda terrorista, que goza de una singular impunidad, que no provoca una movilización social de repulsa eficaz y permanente, y, lo que es más grave, tampoco es combatido con la suficiente energía por las instituciones democráticas. Te encuentras en la Universidad, un día sí y otro también, con carteles llenos de amenazas nominales y de apología del terrorismo, entre los alumnos y vecinos están los que pasan tus datos a los terroristas; empresarios, profesionales, deportistas y comerciantes de barrio ceden ante la extorsión económica de ETA y sus cómplices, que actúan con desfachatez y a cara descubierta. Lo que en Sicilia llaman la omertà, ese pacto de silencio ante el chantaje y el matonismo, se ha convertido en la cultura de pueblos y zonas enteras del País Vasco. Había que reaccionar contra todo esto y movilizar la conciencia ciudadana. Sé que a él, que le gusta, y con razón, gozar de la vida y para nada le veo viviendo en un tonel, no le parecerá muy bien traída la comparación, pero Fernando Savater, con su palabra libre y con su espíritu provocador y hasta con sus exageraciones dialécticas, me recordaba a Diógenes cuando intentaba despertar las conciencias dormidas o atemorizadas en Atenas o en Corinto. La crítica ideológica penetrante y bien fundada puede provocar una primera reacción de rechazo y cerrazón, pero pone en marcha un movimiento y siembra ideas que, a la larga, no dejarán indemne ni a sus más acendrados adversarios.
La gran prioridad en el País Vasco es recomponer la unidad de los demócratas para acabar con el terror y defender la libertad de todos los ciudadanos. Es un objetivo perfectamente alcanzable porque ETA ni está inscrita en los genes de los vascos ni depende de nuestros problemas políticos. Pero no se trata sólo de detener comandos, sino de desmontar todo un entramado social y una cultura fanática y excluyente, acostumbrada a las complicidades y a la impunidad. Pienso que la triste experiencia de Lizarra le ha demostrado al PNV que no había calculado bien ni la perversión moral ni el radicalismo político del entorno etarra. Seguimos a expensas del péndulo, pero hay razones para pensar que el nuevo Gobierno del PNV se va a enfrentar al totalitarismo del movimiento etarra con mucha más decisión que los gobiernos vascos que le han precedido.
Es una obviedad, que se puede escuchar en boca de conocidos prebostes nacionalistas, que el PNV necesita una actualización profunda de sus principios fundacionales, de sus doctrinas y de su cultura orgánica. Tienen que pasar por la perestroika que han conocido en Europa socialistas, comunistas, democristianos, las derechas, etcétera. Después de más de veinte años de democracia y de responsabilidades de gobierno no pueden seguir con los hábitos del resistencialismo, definiéndose por contraposición a España y sin asumir con todas sus consecuencias el principio de la ciudadanía ilustrada. El paso por la oposición suele ser la mejor ocasión para semejante renovación. ¿Podrá darse estando en el Gobierno? No lo excluyo en absoluto. En primer lugar, por el mencionado debate ideológico que se ha dado, y que debe continuar, en la sociedad vasca y que, en el fondo, obliga al nacionalismo a confrontarse con la modernidad, con la crítica de los mitos de los orígenes y con el pluralismo como un bien y no como un mal a suprimir. Pero hay otro factor, para mí inesperado. Juan María Ollora, en su libro Una vía hacia la paz, significativamente dedicado a Joseba Egibar, decía que era hora de que la política de pacificación no se decidiese en Ajuria Enea, sino en Sabin Etxea (es decir, desde el partido de Arzalluz y no desde el Gobierno de Ardanza). Aunque a un lector medianamente inteligente le parezca increíble, este libro resultó ser programático de la radicalización soberanista y etnicista del PNV. De hecho, muy pronto la mesa de Ajuria Enea fue sustituida por el Pacto de Lizarra. Mi opinión es que en estas últimas elecciones Ibarretxe ha sacado al partido del embrollo en que se había metido. Arzalluz ha salido debilitado y ha emergido un Ibarretxe con una autoridad moral impensable hace aún pocas semanas. La gran incógnita es si el lehendakari fortalecerá su posición y prestigiará la institución de todos los vascos, si promoverá un proyecto integrador de todos los demócratas y, sobre todo, si erigirá en primacía absoluta de su Gobierno asegurar la libertad de los amenazados porque no están dispuestos a comulgar con el proyecto del nacionalismo vasco excluyente.
Rafael Aguirre es escritor.
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