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El hombre inescrutable

Santiago Segurola

Alguna vez Héctor Cúper ha declarado que los equipos son un reflejo del carácter de sus entrenadores, de tal manera que el factor humano sería finalmente tan determinante o más que las abstracciones tácticas. En palabras de un obsesivo confeso, su punto de vista adquiere mayor relieve por cuanto sus equipos se analizan casi siempre como si fueran piezas de laboratorio, diseñadas por un perfeccionista de la pizarra y las flechas. Perfeccionista es, y el rigor táctico figura como uno de sus sellos, pero probablemente tiene razón Cúper cuando dice que los equipos proyectan la manera de ser de los entrenadores. Los hay ansiosos, que responden a la ansiedad de sus técnicos. O relajados. O primarios. O barrocos. Todo el arco de personalidades se reproduce en el fútbol, lo que no se descarta en aquel Mallorca y en este Valencia de Cúper.

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¿Y cómo es Cúper? Eso es un misterio para quienes no le conocen, la inmensa mayoría en el fútbol. En un mundo de celebridades expuestas al ojo público, Cúper aparece como un enigma. Después de cuatro temporadas en España -dos en el Mallorca y dos en el Valencia- apenas se sabe nada de él, y puede decirse que este desconocimiento del personaje está absolutamente relacionado con el carácter de Cúper. No compadrea con los periodistas, no frecuenta emisoras de radio ni programas de televisión, desdeña cualquier demagogia con los aficionados, soluciona con discursos breves y secos sus conferencias de prensa, se mantiene inalterable en el éxito y el fracaso. O, mejor, en el éxito, porque tiene un historial intachable: al Mallorca, en su primera temporada, le colocó en la Liga de Campeones y en la segunda le hizo finalista de la Recopa; alcanzó la final de la Copa de Europa en su primer año en el Valencia y ahora vuelve a ella pese a sufrir el acoso de gran parte de la afición de Mestalla y la crítica local. Se sabe que Cúper ha sufrido. Lo delata el cabello encanecido y un rostro que no disimula el impacto de las emociones, de los dramas cotidianos que se abaten sobre los entrenadores. Él lo dice: 'No sé cuánto más hay que hacer para lograr el reconocimiento, o, cuando menos, el reconocimiento del equipo'.

Vuelca ese comentario y casi al instante da la impresión de arrepentirse. Podría interpretarse como una señal de debilidad. 'Yo trato de ocultar las carencias en todos los órdenes de la vida. Tapo mis errores para intentar exhibir mis cualidades', añade. Y sólo le falta agregar que así en la vida como en el fútbol, pues sus equipos son difíciles de descifrar, por compactos, por la ausencia de aristas y de fisuras, por pétreos, hasta el punto de parecer inexpresivos, cosa que se lleva mal en una ciudad tan exuberante como Valencia. Pero en eso no engaña a nadie. El Valencia refleja su carácter, forjado por una infancia que considera 'dura, pero reconfortante'.

Cúper viene de Cooper, 'de un bisabuelo inglés que llegó a las tierras de Santa Fé'. Aquel Cooper no era ingeniero ferroviario ni terrateniente. Llegó como uno más de los centenares de miles de emigrantes que buscaban una vida nueva en Argentina. Se registró como Cooper, pero le inscribieron como Cúper. 'Qué iba a saber el hombre del registro de cómo se escribía el apellido. Llegó solo, se casó con una indígena y vivió en el campo. Así que de inglés no tengo nada', se sincera; 'en mi familia siempre ha sido fuerte la presencia italiana por mis otros apellidos: Pistelli, Santarelli...'.

Cúper también viene de Chabás, pequeño pueblo agrícola de la provincia de Santa Fé, al noreste de Buenos Aires, y de una familia víctima de la tragedia. Su madre murió, con 20 años, pocos meses después de alumbrar a su segundo hijo. 'Me crié con mi abuela; una infancia llena de pobreza y carencias', recuerda. Habla de ello con la certeza de que sus primeros años fueron decisivos en la forja de su personalidad y con el orgullo de aquéllos que han sabido aprovechar las privaciones para afirmarse en la vida. Y con agradecimiento a quien le mostró el camino: 'Tuve suerte con mi abuela, llena de sabiduría intuitiva. Me repetía que la educación era fundamental. Me hizo disciplinado. Me inculcó la importancia de cumplir los horarios, asumir las responsabilidades, mantener la honradez por encima de todo, según la idea de pobre pero honrado'.

La huella de la infancia se aprecia en sus costumbres. 'Como no teníamos agua caliente, me lavaba con agua fría. Hoy es el día en que siempre me ducho con agua fría', señala a modo de prueba de lo que significaron aquellos años. Del sentido de la responsabilidad que adquirió le queda un confesado arraigo por el orden. 'Aprendí que con el orden ahorras tiempo, encuentras antes las cosas, vives mejor. El orden mejora la calidad de vida', apunta, y dan ganas de decirle que eso lo ha llevado al fútbol hasta las últimas consecuencias. Sus equipos son hijos del equilibrio, de un orden evidente, heredado de las prioridades de su entrenador.

En Chabás sólo disfrutó de un juguete durante su infancia: 'Y también tenía la pelota. Era barata. Siempre he sabido valorar lo que tengo. Ella [la abuela] me lo enseñó. Aquel juguete era algo extraordinario para mí'. Si algo se reprocha es haber abandonado la escuela con nueve años: 'Quizá porque era en lo único en lo que no me exigían con la misma dureza; ha sido una de las pocas cosas de mi vida en la que no puse todo mi esfuerzo'. Con apenas diez años comenzó a ganarse la vida -'cuando pude dejar la escuela, la dejé'- con trabajos que reportaban ayuda a la familia: 'Me dije: 'Voy a trabajar y ayudo', y así pude sacar algún dinero limpiando cristales'. Para entonces, ya adivinaba que su pasión por el fútbol tendría consecuencias. Había algo que le empujaba a jugar, a disputar partidos contra adultos, a medir sus cualidades y a tapar sus carencias, conforme a la idea que tiene de si mismo y de su trabajo.

En los años sesenta salieron algunos buenos futbolistas de Chabás. Casi todos fueron a Buenos Aires en busca de fortuna. Coll jugaba en el Chacarita y Walter Fernández lo hacía en el Huracán. Se hablaba de ellos, como héroes, de la forma en que se generan lazos de admiración por los más jóvenes. Cúper era uno de ellos. Antes de cumplir los 14 años trabajaba en un banco y dedicaba su tiempo libre a jugar al fútbol: 'Cunina. Me llamaban Cunina, como a mi padre y mi abuelo. No sé por qué. No sé lo que significa, pero así me llamaban'. Aquel apodo respondía a un jugador con buenas condiciones, un central zurdo dispuesto a ganarse la vida como jugador: 'Los chicos iban a estudiar. Yo decidí hacer la carrera de jugador de fútbol'. Si eso pasaba por abandonar Chabás y lanzarse a la aventura en Buenos Aires, le importaba poco porque sus prioridades pasaban por 'el fútbol y el fútbol'.

Muy pronto tuvo la oportunidad de viajar a la capital. Un amigo de su padre se interesó por sus cualidades y le ofreció hacerse una prueba en el Ferrocarril Oeste, el popular Ferro, en el que Cúper permanecería durante 15 años, entre 1974 y 1989: 'Pedí permiso en el banco. Yo me probaba en los clubes, no sólo en el Ferro. Pasaron 15 días y después otros 15, hasta que en el banco me dieron 48 horas para regresar. Fue entonces cuando pensé que para trabajar en un banco había tiempo; para el fútbol, no'. No fue fácil su adaptación a Buenos Aires, ni sus comienzos en el fútbol -'me dijeron que no valía'- hasta que logró instalarse en el equipo: 'Trabajaba lavando copas en un restaurante de ocho a dos. Llamaba a mi abuela para decirle que estaba bien. Al menos, tenía la posibilidad de comer una vez al día en el restaurante. Por aquella época vivía en una pensión llena de uruguayos'.

Su carrera estuvo a punto de quebrarse cuando le despidieron del restaurante: 'La cosa se complicó porque tenía una comida menos'. Cúper consideró que ni el fútbol merecía tanto sacrificio: 'Hice las maletas y me fui al club, donde dije que iba a saludarles porque me iba'. Aquel día le ofrecieron pensión, cama y comida. Por fin se sentía futbolista profesional. En el Ferro alcanzó notoriedad como defensa central y se ganó fama de perfeccionista: 'Siempre he creído que hay que buscar la perfección. Yo quería saber absolutamente todo'. De aquel tiempo guarda la idea de que los entrenamientos nunca son distendidos, 'y si lo son es porque se busca algo, no porque sí'. En suma, estaba dando cuerpo al entrenador que llevaba dentro.

'No tenía grandes virtudes. Acaso era un buen cabeceador y también un tiempista, como se dice en Argentina para definir a los defensas que miden bien sus acciones. No era rápido. Tenía que jugar con concentración e intuición porque no era veloz', confiesa. Sin embargo, ayudó mucho a hacer historia en el Ferro que dirigió Timoteo Griguol. Contra pronóstico, pues es un equipo de segundo orden, ganó dos Ligas, en 1982 y 1984, con una defensa que todavía se recuerda en Buenos Aires: Gómez -su actual ayudante en el Valencia-, Rochi, Cúper y Garré, este último campeón del mundo con la selección nacional en 1986.

Como jugador vivió una turbulenta época en Argentina, sometida durante años a una aberrante dictadura militar. Hombre analítico, de tendencia política conservadora -'soy un poco conservador por naturaleza, tomo precauciones, busco la seguridad'-, Cúper no duda en reprocharse su actitud personal ante la tragedia que vivió su país: 'Fueron tiempos muy duros y había mucha ignorancia. Las cosas se intuían, pero se disfrazaban, y los jugadores nos excluíamos de todo aquello como si no fuera con nosotros. A veces, ese tipo de exclusiones son muy graves. Era una manera de quitarnos responsabilidades. Me lo reprocho. Nunca se debe mirar a otro lado porque el conocimiento enriquece, el saber, la curiosidad'.

En Buenos Aires cambió su vida radicalmente. Casi en la frontera de los 30 años, volvió a la escuela para retomar los estudios primarios abandonados en Chabás: 'Me sentía un poco ridículo estudiando geografía e historia con chicos de 12 o 13 años, pero necesitaba recuperar esa parte de mi vida. Tenía buena relación con algunos periodistas, como Víctor Hugo Morales y Adrián Paenza, y quería hacerme entrenador. Si iba hacia el periodismo o la carrera de entrenador, necesitaba al menos un certificado de estudios'. Cúper asegura que su matrimonio con Cintia, con quien tiene tres hijos de 14, 10 y 9 años, fue decisivo en su estabilidad: 'Ella viene de un medio muy diferente al mío. Forma parte de una familia de médicos con un gran sentido de la familia. Ha tenido una influencia muy grande sobre mí, porque yo me había criado solo. Me ha ayudado a valorar lo que significa la convivencia en una familia. Sabe que soy poco hablador, pero entiende mis silencios y me permite dedicarme a esta profesión'. La profesión le llena totalmente. Al contrario que muchos de sus colegas no siente el vacío de los ex futbolistas: 'No cambio mi posición por aquélla. Quizá como entrenador pierdes protagonismo, pero es lo que me gusta. Lo que sí noto es que las derrotas me duelen más ahora'.

Hay mucho de solitario en el carácter de Cúper. ¿Y frío? 'No, sólo escondo las emociones. Trato de mantenerme imperturbable. Puede parecer extraño, pero me ayuda a ser feliz. Me resultaría complicado si cualquier problema me derrotara', advierte. A veces, cuando quiere descargarse de tensiones, va al cine: 'Me despejo y muchas veces acabo por identificarme con los protagonistas de las películas'. Sus favoritas son los westerns y sus actores predilectos Gary Cooper y John Wayne, héroes en busca de desafíos épicos. El suyo ocurrió con su salto a España, tras su paso como entrenador por el Lanús y antes el Huracán. Ahora, cuando se le dice que nunca ha fracasado, aclara que sí, y recuerda la temporada de su renuncia en el Huracán: 'Me tuve que ir después de dos buenos años. En ese momento supe que no hay que renunciar ni en las peores circunstancias porque siempre hay que confiar en la capacidad de uno. Que desconfíen los otros, no uno'.

A mediados de la anterior década, el fútbol argentino comenzaba a ser ingrato por el clima de violencia y las incertidumbres económicas. Cúper se había ganado una buena fama en el Lanús y sentía que era el momento de dar el salto. 'Estaba predispuesto', comenta, ' porque vi una cierta agresividad que no me gustaba'. Su primera relación con el fútbol español fue de sorpresa por su carácter agradable: 'Vi los banquillos, sin protección, sin vallas, y me dije: 'Acá me van a matar'. Pero el fútbol español es increíble. Aquí la gente puede ir a los campos sin preocupaciones, sin la familia'.

En Mallorca, la familia Cúper dispone de una casa a la que acude con frecuencia: 'Es el lugar perfecto, un sitio donde he sido verdaderamente feliz y adonde vuelvo para recobrar la tranquilidad'. No le ocurre lo mismo en Valencia, donde apenas sale y se mantiene firme en la defensa de sus ideas, del fútbol que le gusta: solidario, equilibrado, con preponderancia defensiva -'es imposible armar un buen ataque a partir de una mala defensa'- y con la eficacia que ha vuelto a demostrarse. A Cúper le entusiasma la Liga española 'por su capacidad competitiva y porque no hay excusas para nadie: buenos campos, dinero y los jugadores perfectamente atendidos'. 'Creo', agrega, 'que es la mejor por imprevisible. Nadie te asegura que el Madrid vaya a ganar se enfrente a quien se enfrente'.

Ahora no quiere desvelar su futuro. No seguirá en el Valencia porque siente que su trabajo no ha sido reconocido por la gente. 'No digo que soy infeliz...', expone con un tono de decepción. Se le nota la huella de dos años de convulsiones. Mientras el equipo alcanzaba su techo con la presencia en dos finales de la Copa de Europa, Cúper ha sido discutido por algunos sectores en grado superlativo. El ambiente de Mestalla le ha vuelto más retraído, pero en ningún caso le ha derrotado porque esa incomprensión también supone un desafío, la clase de reto que va con el estilo de un entrenador que aprendió de niño sus deberes básicos: persistir en las ideas, superar las adversidades, resistir sin queja y ganar la batalla. A escasas horas de la final frente al Bayern Múnich, en eso está Héctor Cúper.

Héctor Cúper, entrenador del Valencia, en un momento de la conversación.
Héctor Cúper, entrenador del Valencia, en un momento de la conversación.SANTIAGO CARREGUÍ

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