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Columna
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Misoginia

Cierto aforismo asegura que la Historia la escriben los vencedores, por la misma razón que se puede afirmar que la filosofía sólo la hacen los hombres. Un reciente congreso en Sevilla sobre mujer y pensamiento denuncia este estado de cosas ancestral: la mujer no sólo tiene vedado el acceso a la razón, sino que sirve a los filósofos, junto con los animales y los retrasados, como ejemplo de los estragos que la falta de prudencia, autodominio y demás intemperancias que se siguen de la idiotez obra en las criaturas. Las jornadas sobre mujer y filosofía que los pasados jueves y viernes se siguieron en la Hispalense ponen el dedo en la llaga de la debatida cuestión de la misoginia de los grandes pensadores; sin que se sepa por qué, aquellas mentes privilegiadas que se dedicaban a hilar abstracciones y eran capaces de prescindir de la grosería de sus cuerpos la emprendían paralelamente a patadas con sus compañeras de mesa o cama en cuanto tenían ocasión, considerándolas sólo aptas para lucir de maniquíes o proporcionar un goce transitorio a la altura de la cintura. Tradicionalmente, la mujer apenas ha contado con tiempo entre el barrido, la colada y la satisfacción de su marido para dedicarse a actividades más elevadas que rezar el rosario; las que han logrado zafarse de ese estado se pueden contar con los dedos de una mano: ejemplos de malas mujeres, que desatendían sus obligaciones familiares para ejercer empleos o actividades reservadas al varón.

En la mayoría de los casos, la marginación intelectual de la mujer no fue más que un fiel calco de su ostracismo social. Recluida en lo más bajo del escalafón, dedicada a tocar el arpa ante las visitas o a bordar leyendas piadosas en los bastidores, una bonita muchacha era un artículo de lujo más que un hombre compraba cuando había alcanzado cierto puesto en la pirámide profesional. Schopenhauer, que odiaba al sexo opuesto con sospechosa parcialidad, decía que era imposible introducir una idea sensata en una cabeza que cambiaba cuatro veces de peinado al día, y consideraba los gineceos graciosos congresos de la estupidez. En este último siglo en que por fin la mujer ha conseguido deshacerse de muchas de las correas que la aprisionaban a su tópico, parece más fácil que nunca que conquiste los puestos en la cultura y el espíritu que durante milenios se le han negado. Ese logro lleva pareja, como todos los grandes proyectos, una dificultad peligrosa. Nada sería más triste que el hecho de que las mujeres cayeran, como han caído las minorías y los nacionalismos, en exaltar más las diferencias que las similitudes y comenzaran a postular un presunto pensamiento femenino. Yo creo que a las filósofas les corresponde la tarea de sentarse en esas poltronas que durante tanto tiempo han ocupado señores con barba y levita, graves patriarcas que vigilaban desde sus retratos sepias el lujo de los paraninfos. Tienen que cumplir el mismo cometido de sus antecesores, seguir el camino que marcan los mismos libros: porque hablar de diferencia supondría seguir el juego a sus detractores. ¿Son diferentes el hombre y la mujer? La pregunta es tan vieja que se ha podrido y huele muy mal. Todos los que hablan de intuición femenina, inteligencia emocional y esas filosofías de rebajas son los mismos que disculpan los palos, que niegan las bajas de maternidad y afirman que la esencia de lo femenino se halla en la coquetería.

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