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LA LIDIA | FERIA DE ABRIL

Esta vez fue por una puerta

La corrida duró tres horas. Esta vez, aparte los habituales excesos derechacistas de la grey coletuda fue por una puerta. Y también por un cuerno que se rompió; por un tonto de remate que había anidado allí. A la Maestranza, templo del arte, nos queremos referir, naturalmente.

La puerta se la llevó por delante un caballo de picar. Acaecío en el transcurso de una de las múltiples caídas de inválido que soltaron en segundo lugar. Pegando batacazos, el animalito acabó a los pies del caballo, que se debió asustar, huyó hacia la barrera, chocó con la puerta que da a la del Príncipe, arrancó de cuajo el cerrojo y se metió en el callejón.

El presidente, que hasta entonces había estado haciendo el Don Tancredo, escuchó las protestas del público por la invalidez del toro y lo devolvió al corral. Pero no siguió la función sino que se detuvo para que arreglaran el cerrojo, tarea que duró media hora. La autoridad debió entenderlo de otra manera pues cuando iban lo menos 20 minutos de espera, un empleado recorrió el callejón con un cartel que decía: "Se aplaza la corrida 10 minutos".

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La Maestranza es así, qué le vamos a hacer. Antes era de otra manera. Pero desde que empezaron a decir aquello de la Giralda poniéndose de puntillas para atisbar por encima de los tejadillos el arte de Pepeluí, o las palomas viniendo de la plaza de España a volcar en la vertical del albero su júbilo por la gloria del faraón de Camas, o esos silencios que no se puén aguantá, alguien se lo ha creído, o lo ha interpretado al revés, y la Maestranza lo que es de verdad es la casa de tócame Roque.

Es la plaza donde todo da igual; sacan por los chiqueros género absolutamente impresentable, preside uno que está a la orden, los sobreros tardan horrores en salir sin que nadie explique por qué. Y, mientras, un público en su mayoría de aluvión, va aplaudiendo lo que ve, aunque lo que ve no valga un duro.

Han llegado a convertir las manoletinas en monumento nacional, así está la cosa. Menos mal que lo de la Giralda asomándose por los tejadillos es literatura; pues si fuese cierto y se asomara y se encontrase con los toros inválidos y las manoletinas declaradas monumento nacional, se desmoronaba piedra a piedra.

Toros inválidos y aborregados soltaron en esta corrida absurda de las tres horas, los más inválidos y aborregados para Juan Bautista. Una alerta se ha de tener con este joven francés, a quien echan siempre los toros más inválidos y aborregados de la función.

Inválido estaba el de El Pilar que devolvieron, el del mismo hierro que le sustituyó, el sobrero de Los Derramaderos sustituto del quinto que se rompió un cuerno al derrotar en un burladero y fue devuelto, el tercer sobrero... Y además no tenían trapío ninguno.

El presidente tardó en devolver a los inválidos, por si en un momento dejaban de caerse y colaban, y los sobreros tardaron también en salir, según quedó dicho. Por qué razón, es un misterio. Sólo se sabe que una vez en la arena trastabillaban desnortados y descoordinados, como si fuera drogadictos. Juan Bautista les pegó pases, sin ningún interés ni emoción, ya ves.

Mejores pases dio Eugenio de Mora, buenos los derechazos al primer toro, aceptables los naturales al cuarto, si bien arrebataron poco dada la blandura del género derechizado y naturalizado. El Cid, en cambio, causó sensación con un toreo de corte elegante, irreprochable hondura, altos vuelos, revalorizado al instrumentar los pases de pecho.

Pudo triunfar El Cid si no llega a fallar con la espada. Y si no llega a abusar de los derechazos, reduciendo el toreo fundamental -es decir, los naturales, con la mano de los billetes- a su mínima expresión. Y si no llega a salirle en último lugar un destartalado especimen que no tenía ni media torta.

El especimen, de pelaje colorao, se cayó patas arriba al perseguir a un peón hasta el burladero, y después, hasta su muerte, estuvo dando bandazos. La gente se reía, ante la evidencia de que aquello se había convertido en una charlotada. Con el negro manto de la noche cubriendo los tejadillos, y unos focos mortecinos tiñendo el rubio albero de un feo tono verduscón. O huevo escalfado, según.

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