Acabar con la esclavitud persiguiendo a los esclavos
cada vez con mayor indiferencia, de modo que, en efecto, hoy nos parece razonable expresar preocupación por las alteraciones de nuestro universo simbólico, de nuestra identidad, cuando lo que podría provocarlas son unas situaciones de miseria y explotación que, en Cataluña como en toda España, padecen hombres y mujeres de carne y hueso.
Con todo, la ceguera con que se está actuando frente a esta corrosión de los fundamentos de la democracia, todo por aceptar que el análisis cultural sustituya al económico justo en el único punto y en el único momento en que no debería sustituirlo, corre el riesgo de engendrar monstruos sin duda más temibles que las declaraciones de la señora Ferrusola. Así, la noción misma de cultura que, en España y en Europa, se ha empezado a manejar a raíz de la generalización y aceleración del fenómeno migratorio se corresponde con lo que los ilustrados llamaban preocupación y superstición; es decir, con un conjunto de prácticas y respuestas cuyo valor deriva de la tradición y del pasado, no de la excelencia artística o científica. Y todavía más: esa noción de cultura equivalente a la preocupación y la superstición de los ilustrados fue la que utilizó la versión nacionalsocialista del totalitarismo a la hora distinguir entre miembros del Reich milenario y extranjeros, y dentro de éstos, entre extranjeros asimilables e inasimilables, dando lugar a un interminable e infructuoso debate sobre en qué consiste la integración y cuáles serían sus límites.
Por supuesto, cualquier comparación directa entre la situación de entonces y la de ahora no pasa de ser una burda exageración, similar a tantas otras que se han establecido en los últimos años. Lo que, sin embargo, no resulta exagerado es señalar que, en la respuesta de los actuales Estados democráticos a la inmigración, se están utilizando razonamientos y mecanismos que guardan un inquietante aire de familia con algunos planteamientos y acciones de los Estados totalitarios, hoy condenados por abominables. En este sentido, ¿qué diferencia existe entre renunciar al principio de generalidad de la ley para aprobar una disposición sobre los derechos de los extranjeros o renunciar a él para aprobar una norma sobre los de los gitanos o los judíos? ¿A qué lógica parece apelar la afirmación de un conocido y respetable profesor italiano cuando dice que una de las causas de la inmigración es la existencia, en los países de origen, de 'nacidos en exceso'? ¿Acaso no resulta de rigurosa y perturbadora actualidad la paradoja que Walter Benjamin observaba a finales de los años treinta, al señalar la 'desproporción' que existía entre 'la libertad de movimiento y la riqueza de los medios de transporte'?
Si, rechazando ese discurso público que, sólo por esta vez, trata de sustituir el análisis económico por el análisis cultural, los ciudadanos europeos fuésemos capaces de extraer las enseñanzas de un pasado no tan remoto, quizá las políticas de inmigración serían distintas de la única que, bajo diversas variantes, han aplicado hasta ahora nuestros Gobiernos: la de intentar acabar con la esclavitud persiguiendo a los esclavos. El envilecimiento de nuestras sociedades que ello está produciendo, la inversión y negación de los valores democráticos bajo la excusa de defender unas quiméricas identidades colectivas, el triunfo de un pragmatismo ramplón que, como señalaba Ciorán, no es sino una de las expresiones más corrientes del pensamiento reaccionario, parecen perfilar un paisaje futuro en el que los problemas no procederán de la presencia de muchos o pocos inmigrantes, sino de la descontrolada proliferación de los viejos, sempiternos demonios europeos.
José María Ridao es diplomático.
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