_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Parques de la nostalgia

A finales del siglo XVIII, Goethe paseaba por una Roma sucia, provinciana y decadente a la búsqueda de los viejos dioses, auscultando el pálpito de la historia, excitado por Faustina, su joven amante romana, moviéndose como pez en el agua entre mugre y belleza, entre el bullicioso vulgo y los cardenales ultramontanos. '¡Decidme, oh piedras! ¡Habladme, excelsos palacios...! ¡Gritadme, oh calles!'. Durante siglos sólo viajaban para refinar el alma los poetas ricos, los príncipes muy sensibles y las damas que leían para sublimar el tedio. Husmeaban entre las ruinas, apilaban capiteles, coleccionaban puestas de sol o rincones entrañables y de noche, mientras dormían, volvían a soñar, bendita ilusión, los sueños de los héroes. Pasó un siglo y se extendieron los museos. Un siglo más y se han generalizado las restauraciones y los restaurantes, las autopistas y los aeropuertos, los gestores culturales y las agencias de viajes. Las clases medias pueden, finalmente, recorrer el mundo imitando a Goethe: es el auge del turismo cultural.

Anterior al turismo moderno es, sin embargo, el popular y simbólico viaje de boda. La pareja reforzaba el tránsito al nuevo estado civil visitando un escenario prestigiado por la moral religiosa (Montserrat) o por una deslumbrante mundanidad (París). Agotados los valores tradicionales y democratizado el prestigio de las ciudades, los escenarios exóticos (las playas de Cancún, los hoteles de Tailandia) son ahora la meta preferida de los novios. Cambian los valores, pero permanece el deseo de hermosear el enlace con un signo moral o excepcional: la inocencia o la rareza de un paisaje extraño y lejano. Inútil pretensión: encuentran allí lo mismo que aquí. Una de las consecuencias más deprimentes de la globalización es haber convertido el mundo en un pañuelo que acoge parecidos mocos urbanísticos en todo su perímetro. El viaje de bodas ya no agota, como antes sucedía, el deseo de cambiar provisionalmente de escenario. No es más que uno de tantos paréntesis que las clases medias se conceden para amenizar la rutina y suavizar el llamado estrés. La rutina es la vulgarización del tedio que carcomía a las damas y a los poetas románticos ('amargo aburrimiento/ es tan sólo la vida', exclamó, por ejemplo, Leopardi). Se supone que los universitarios de hoy en día aprenden a sortearla desde sus primeras estancias de aprendizaje lingüístico en países de habla inglesa y se supone, también que los jubilados la combaten en hoteles costeros durante la temporada baja. Viajar, en cualquier caso, se ha convertido en una obligación más de la vida moderna. Una obligación que el cine y la televisión incentivan acercando sin parar paisajes y ciudades, que los gobiernos propagan defendiendo a la poderosa industria turística y que escritores o periodistas refinan aportando datos históricos, fotografiando encantadores hoteles y recomendando rutas y circuitos en los dominicales.

El turismo cultural, desarrollado al calor de la moderna obligación de viajar, es el punto de confluencia entre memoria y negocio. Las viejas ciudades limpian fachadas, organizan conciertos de música sacra y promueven ferias de artesanía. Los nuevos cocineros se alían con los veteranos canónigos, los hoteles con piscina complementan el esfuerzo del concejal de cultura. Juntos consiguen redondear una oferta que tiende a la narración, más que a la admiración. Los que ahora viajan ya no quedan pasmados ante los portentosos palacios y museos. Han desaparecido las masas que contemplaban con embobado asombro los prodigiosos edificios de las grandes capitales. La admiración sería un insuficiente motor para el viajero. Los viajes son ahora como películas o novelas. Argumentos de vago contenido histórico que ayudan a tensar la atención del turista. Le mantienen en vilo, estimulan su curiosidad y le ayudan a huir del presente sin prescindir de las comodidades a que está acostumbrado (agua caliente, cruasán matinal, whisky del atardecer). El turismo cultural acude al reclamo del pasado. Un pasado al que los años le sientan de maravilla: edulcorado por las leyendas, amenizado con las anécdotas de los personajes históricos, trivializados los perfiles más ruines y penosos. Así la judería de Girona, que habia sufrido asaltos e incendios, habiendo sido forzosamente abandonada hace más de quinientos años y, por lo tanto, completamente reedificada y rehabitada, puede convertirse en el complemento narrativo ideal para conducir al turista por el laberinto de callejuelas que circundan la imponente catedral gótica y barroca. Lo mismo sucede en todas partes. No sólo en Cataluña, que ha sabido obtener buenos zumos políticos exprimiendo una idealizada Edad Media; también en Castilla, en Normandía, en Escocia, en Extremadura, en la región del Loire, en toda Europa. En Italia, naturalmente, cuna del turismo cultural. Y en la vasta región provenzal: el primer gran parque temático de la nostalgia. El mundo occitano (con sus cátaros perseguidos y emparedados -excusa ideal para las evocaciones históricas y espiritualistas-, con sus deliciosas damas y sus delicados trovadores, y con los castillos en ruinas que recuerdan la ferocidad de los cruzados de Simón de Montfort) presenta todos los argumentos que requiere la poderosa demanda nostálgica de nuestro tiempo. La fatiga, el rechazo, la desazón que produce en muchas gentes sensibles el implacable avance de la globalización y sus adherencias (la destrucción natural, la reducción cultural, la presión asfixiante del sistema económico) encuentran cura en estos escenarios históricos en los que la Edad Media, depurada de todo tinte negativo, se convierte en un dulce ideal perdido. El turista cultural se rehabilita en esta especie de balnearios de la nostalgia. Tambien esto lo pensó Leopardi: 'Los años de la infancia son, en la memoria de cada persona, la época más fabulosa de la vida; de la misma manera que, en la memoria de las naciones, sus tiempos infantiles son tambien los más fabulosos'.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_