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El futuro del autogobierno de las CC AA

Han pasado más de veinte años desde la constitución de los primeros parlamentos autonómicos en el País Vasco y Cataluña. No mucho después se fueron constituyendo los restantes, hasta configurar lo que se ha dado en denominar el Estado de las autonomías, que hoy constituye una realidad interesante, compleja e irreversible. Su interés radica en la institucionalización de un Estado compuesto, que reconoce la autonomía política a las nacionalidades y regiones, en un contexto social y político cuyo antecedente más inmediato era el centralismo de la dictadura franquista, que no era otra cosa que la expresión de una línea de continuidad unitarista en el proceso de configuración de la España contemporánea, excepción hecha del corto periodo de la experiencia que supuso el modelo del Estado integral de la II República. Su complejidad deriva de la lógica dificultad de institucionalizar jurídicamente la descentralización política en todos los niveles del poder público, así como la de asumir tanto la cultura del autogobierno como la de la diversidad en un Estado como el español, donde la uniformidad ha sido históricamente la regla, no obstante la heterogeneidad de su composición nacional. Su irreversibilidad es consecuencia de una dinámica histórica que ya no admite pasos atrás; pues lo que en principio fue un diseño constitucional que, sobre todo, pretendía resolver la inserción del País Vasco y Cataluña en la España democrática, se ha convertido con el paso del tiempo en una realidad político-institucional consolidada de carácter general, a la que únicamente cabe oponer como factor diferencial la terrible, dramática y absurda situación en Euskadi, a pesar del amplio nivel de autogobierno que le reconocen la Constitución y el Estatuto de Gernika.

A veinte de años de autonomía, el camino andado es muy importante. Sobre todo si, además de no olvidar los antecedentes históricos, se compara con otros casos de descentralización política similares que aporta el Derecho Comparado, como es, por ejemplo, el caso italiano, cuya institucionalización fue mucho más lenta y con un nivel de autogobierno regional menor. Los intentos recientes de reforma constitucional a través de la llamada Ley de Federalización son un buen ejemplo. Pero, aun reconociendo el indudable progreso acumulado, hay razones suficientes para plantearse el futuro de la autonomía política de las comunidades autónomas de acuerdo con un mayor nivel de responsabilidad y, por tanto, de competencias en el gobierno de la cosa pública. Y ello no ha de requerir forzosamente que la vía haya de ser la reforma constitucional. Aunque, ciertamente, ésta se hace ineludible, como hace ya tiempo se viene sosteniendo, en lo que concierne a la institucionalización del Senado como verdadera Cámara de representación territorial.

Ahora bien, el requisito previo para cualquier reconsideración al alza del autogobierno de las comunidades autónomas es la reforma del sistema de financiación. Como es sabido, éste tiene un plazo ya fijado, que es enero del año próximo. Una reforma que para que sea viable exige, sin duda, que sea fruto de un amplio consenso entre las fuerzas políticas, que necesariamente deberá tener como horizonte el principio constitucional de la solidaridad como común denominador; pero, asimismo, una solidaridad que ha de ser evaluada en función de las variables económicas específicas de cada comunidad autónoma, de manera tal que no suponga un freno a la actividad socio-económica de aquellas que aportan más a la Hacienda pública. Y en este difícil equilibrio se hace necesario fomentar también instrumentos jurídicos de corresponsabilidad fiscal con el Estado, que, por otra parte, ya empiezan tímidamente a aparecer en algunas comunidades.

Pues bien, sin necesidad de reformar la Constitución, el alcance del autogobierno de las comunidades autónomas puede adquirir cotas más altas a través de vías diversas. Una de ellas, y probablemente la más inmediata, es aplicar algunas previsiones estatutarias que todavía no se han cumplido. Por ejemplo, la gestión del régimen económico de la Seguridad Social, o la de algunas infraestructuras de interés general como los aeropuertos. Ahora bien, si se trata de reconsiderar algunas líneas de actuación hasta ahora establecidas, es evidente que el criterio expansivo mantenido por el legislador estatal acerca del alcance de las leyes de carácter básico ha reducido notoriamente el margen de maniobra del legislador autonómico para ejercer la autonomía política reconocida en la Constitución y los estatutos. Es decir, la concepción de lo básico, como un mínimo común denominador normativo en la regulación de una materia competencial, puede tener un carácter principialista o bien puede ser la expresión de una detallada directriz. La experiencia demuestra que el contenido de las leyes estatales es expresión de un contenido mucho más tributario de lo segundo que de lo primero. Han sido, pues, las diversas mayorías parlamentarias las que con esta concepción de lo básico han limitado las posibilidades de autonomía que el bloque de la constitucionalidad (Constitución y estatutos) ofrece a las comunidades autónomas. Sin que, en este sentido, cupiese esperar del Tribunal Constitucional grandes correcciones a este planteamiento, dado el carácter abierto de la Constitución al respecto. Era, pues, previsible que, en términos generales, la jurisdicción constitucional adoptase una posición deferente frente a la interpretación dada por el Parlamento, salvo en aquellos casos -que los ha habido, y muy importantes- en los que el legislador estatal infringía con claridad las previsiones constitucionales. Desde la sentencia sobre la LOAPA hasta la todavía reciente sobre el valor de la supletoriedad del derecho estatal respecto del autonómico, el Tribunal ha realizado una importante labor de delimitación competencial que, con sus luces y sus sombras, hoy constituye un referente jurídico indeclinable. El futuro dirá si su doctrina sobre el alcance de lo básico, definida como una ordenación de mínimos, es o no asumida por el legislador estatal. Porque hasta ahora lo que ha predominado es una concepción expansiva, como lo ponen de manifiesto un amplio catálogo de leyes estatales que restringen a márgenes, a veces, insignificantes, las posibilidades normativas de los parlamentos autonómicos. Éste es el caso, entre otras, de las leyes reguladoras del régimen local, la radiotelevisión, el derecho a la educación, la sanidad, la función pública, etc. Por tanto, parece lógico que con una concepción de la legislación básica menos intervencionista, el alcance del autogobierno autonómico podría llegar a cotas mucho más altas, especialmente a través del desplazamiento de una buena parte de las competencias ejecutivas en favor de las comunidades autónomas, siguiendo en este sentido la lógica propia de los estados federales clásicos.

Pero donde la reforma constitucional resulta inevitable es con relación a la adaptación del Senado a su efectiva condición de Cámara de representación territorial. Esta adaptación es una consecuencia lógica de la descentralización política diseñada por la Constitución, pero su ausencia ha convertido a la Cámara alta en una institución obsoleta. Y sin embargo, para que el Estado de las autonomías pueda consolidarse no sólo en los entes descentralizados, sino a todos los niveles del poder público, es preciso que la composición y el funcionamiento de sus órganos centrales también responda a las características que son propias de un Estado compuesto. Esto afecta, por ejemplo, al Tribunal Constitucional y al Consejo General del Poder Judicial. Pero es sobre todo el Senado el que ha de ser el punto de referencia principal para conseguir que el ente principal sean las comunidades autónomas y no las provincias. Pero además, y esto es la más decisivo, es necesario que la pluralidad nacional que configura la historia y la realidad española actual tenga reflejo institucional en la actividad de la Cámara alta. Una forma posible para instrumentar a través de la norma jurídica lo que se ha dado en denominar los hechos diferenciales podría ser la institucionalización de un veto suspensivo en el procedimiento legislativo que se desarrolla en el Senado respecto de aquellas materias o ámbitos competenciales donde los factores diferenciales se muestran con mayor nitidez, como pueden ser la lengua y la cultura. Evidentemente, el efecto de este veto a un texto legislativo no ha de ser otro que el de obligar a una nueva lectura del texto limitada en el tiempo, que incite a la negociación y al pacto; pero para ello, la iniciativa para plantear el veto habría de requerir un apoyo cualificado de grupos parlamentarios en la Cámara sin que, por tanto, sea suficiente para que prospere la iniciativa que ésta la apoye únicamente el grupo proponente. Quizás, a través de la institucionalización de las diferencias, en un país donde no existe cultura federal y donde el modelo constitucional, aun asemejándose, no es tampoco estrictamente federal, sería más fácil resolver algunos de los conflictos propios de una realidad estatal nacionalmente hetereogénea.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.

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