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Esquerra, de Vilafranca a Tarragona

Sí, seguramente tienen razón quienes, a raíz del reciente congreso de Esquerra Republicana de Catalunya, reprochan a Josep Lluís Carod que exagerara la magnitud de la crisis en medio de la cual asumió, en noviembre de 1996, la dirección del partido. La ruptura interna de aquel otoño -una escisión por la cúpula- tuvo gran repercusión mediática e institucional, comportó serios perjuicios financieros, pero su impacto fue escaso entre la militancia, insignificante entre el electorado y nulo para la legitimidad de la formación republicana. Es más, en el seno de ésta el episodio produjo una reacción unitaria, un cierre de filas cuyos saludables efectos pacificadores todavía perduran, y la opinión publicada se decantó masivamente a favor de los que aparecían como víctimas de aquella insólita fuga de cargos capitaneada por Àngel Colom.

Tampoco fue del todo exacto Carod Rovira cuando afirmó, el pasado sábado, que durante el último cuatrienio ERC ha alcanzado 'la máxima representación institucional' del presente periodo histórico. Ciñéndonos a las elecciones catalanas, en las de 1980 la Esquerra de Heribert Barrera -con perdón-, públicamente apoyada por personalidades independientes tan diversas como los escritores Baltasar Porcel y Joan de Sagarra, el pintor Rai Ferrer, el urólogo Antoni Puigvert y el historiador Josep Termes, obtuvo menos votos absolutos que la de Carod, pero un mejor porcentaje (8,87 %) y 14 diputados, dos más de los actuales. También bajo la égida de Colom, en 1995, se alcanzó un registro algo superior al de 1999.

Ahora bien, pequeños triunfalismos congresuales al margen, la trayectoria seguida por ERC a partir de 1996 presenta un balance francamente positivo, y sería absurdo regateárselo. Por lo que se refiere al liderazgo (un vector imprescindible en estos tiempos de democracia mediática), hemos asistido a la firme consolidación del de Josep Lluís Carod. Éste, que salió del congreso de Vilafranca del Penedès como un primus inter pares, que todavía en el cónclave de Girona (julio de 1998) pudo parecer tutelado por algunos notables del partido, es hoy su número uno indiscutible, y ejerce como tal con solvencia, sin ninguna veleidad mesiánica. Las rivalidades y los antagonismos -que los hay, como en cualquier organización- se sitúan en un plano inferior y en una lógica sucesoria, no alternativa.

Es justo reconocer, por otra parte, que los resultados de Esquerra durante el ciclo electoral 1999-2000, además de ser muy estimables en términos absolutos y hasta brillantes en el ámbito municipal, tienen el mérito añadido de situarse en un contexto de bipolarización política desconocido en Cataluña desde 1977 y, por tanto, bajo ese síndrome del voto útil que tanto perjudica a los partidos menores; los republicanos lo han resistido sin retroceder, e incluso avanzando.

Así, pues, un liderazgo estabilizado y creíble, un suelo electoral firme, un arraigo territorial que, en bastantes comarcas, supera al del PSC... y un cambio de cultura política al que la asamblea de Tarragona dio, el pasado fin de semana, otra vuelta de tuerca. En efecto, el 23º congreso de ERC ha consagrado, con su rotundo rechazo a la ponencia política alternativa presentada por el militante Josep Pinyol, la superación -¿definitiva?- de una mentalidad y un lenguaje extraparlamentarios, obsesionados por desenmascarar las taras congénitas de la 'monarquía posfranquista'; ha dejado atrás un planteamiento passéiste que se empeñaba en 'reconstruir el movimiento social de la transición' o en 'reanimar la memoria republicana que hoy está dormida en España'. Se han preferido, en definitiva, los riesgos de la política real a la reconfortante seguridad del testimonialismo.

Consciente de cuáles fueron las claves del éxito histórico de la Esquerra de Macià y de Companys -su carácter poliédrico y el sutil cóctel entre radicalidad y pragmatismo-, Carod ha advertido a los suyos de que 'un partido no puede contentarse con satisfacer a los satisfechos, con convencer a los convencidos', y les ha propuesto pasar 'de ser un gran partido a ser, también, un partido grande', un partido de mayorías, que no asuste a ciertos sectores sociales y que, a su vez, pierda el miedo y los complejos: el miedo a gobernar, el miedo a la heterogeneidad interna, los complejos de un purismo paralizante.

ERC sigue siendo independentista y teniendo como objetivo último 'la República dels Països Catalans'. 'Pero, en confianza', apostilló irónicamente el secretario general, 'la independencia no será antes del verano'; por consiguiente, es preciso poner el acento en otros puntos programáticos, como el 'catalanismo del bienestar', y trabajar por 'una nación de ciudadanos de muchas identidades, pero con identificadores comunes', y comprender de una vez que nosotros no somos ni quebequeses, ni lituanos, ni flamencos, de modo que debemos aplicar nuestras propias recetas sobre la base de cómo es la sociedad catalana de hoy, sin apresuramientos contraproducentes. 'Está bien que marchemos por delante de la gente, pero no hasta el punto de que ésta nos pierda de vista'.

Todo esto lo expuso Carod Rovira en Tarragona con esa carga de honestidad menestral, de honradez antigua, que le caracteriza y que no podría fabricarse en ninguna consultoría de imagen. El congreso fijó, no la equidistancia, sino -en ingeniosa expresión de un delegado- 'la equidiferencia' de Esquerra con respecto a CiU y al PSC. Ahora habrá que administrarla de modo inteligente, habrá que pilotar el barco por las aguas cada vez más procelosas de la política catalana, sorteando escollos y cantos de sirena. De momento, el partido ya ha conseguido desmarcarse de Heribert Barrera sin caer en las autoflagelaciones o los autos de fe que le reclamaban ciertas sirenas de esas que no votarían a ERC ni muertas.

Joan B. Culla es historiador.

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