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España queda todavía muy lejos

En medio del nuevo clima de tensión entre Madrid y Londres a propósito de Gibraltar, los ciudadanos del Peñón reivindican su derecho a la autonomía y piden más comprensión a España

El Boeing 737 estaba en la fase final del descenso al aeropuerto de Gibraltar. Al salir de Londres, la capital del único país del mundo desde la que España permite que despeguen vuelos con destino a la colonia británica, el piloto había advertido que hacía mal tiempo en el Estrecho, que existía la posibilidad de que no se pudiese aterrizar.

No se equivocó el piloto. Tras dos intentos fallidos anunció que quedaba sólo una alternativa: ver si se podría convencer al Gobierno español para permitir una excepción a la prohibición que tienen los vuelos con rumbo a Gibraltar de tocar suelo español.

El permiso se concedió y el Boeing, de la compañía GB Air, aterrizó sin problemas en Málaga. Aquellos pasajeros con la documentación necesaria para entrar en España descendieron del avión y, custodiados por la policía, se subieron a un autocar que los llevó directamente a Gibraltar. El autocar, como si llevase una carga de leprosos abordo, tenía tajantemente prohibido abrir las puertas antes de cruzar la frontera. Con lo cual varios pasajeros que tenían Estepona, Marbella y hasta la propia Málaga como destino final se sintieron profundamente frustrados. Nada más llegar a Gibraltar se tuvieron que dar media vuelta y, si viajaban en coche, hacer cola durante dos horas ante el pequeño Muro de Berlín que separa a las dos hermanas naciones de la Unión Europea, para pasar la revisión aduanera en territorio soberano español.

Pero eso no era nada comparado con lo que tuvieron que soportar la tripulación de un barco filipino y un par de europeos del Este que venían en el vuelo de GB Air pero no tenían visados para entrar en España. A ellos no se les permitió salir del Boeing. Y al Boeing no se le permitió seguir viaje a Gibraltar. En tiempos de Franco, aún durante los 16 años que estuvo cerrada la frontera, existían vuelos directos entre Madrid y Gibraltar. Hoy están prohibidos. Con lo cual, los marineros filipinos y los desafortunados europeos del Este se vieron obligados a volar de regreso a Londres tras pasar la mayor parte del día inútilmente encerrados en el avión.

Este episodio ocurrió hace un mes. La comedia (mismo guión, diferentes protagonistas) se ha repetido otras cuatro veces en lo que va del invierno. ¿Por qué no se acaba con tanto trámite aparentemente absurdo? Porque, como recordó Josep Piqué, ministro de Asuntos Exteriores, en el Congreso esta semana, el Gobierno de Gibraltar insiste en obstruir un acuerdo hispano-británico firmado en 1987 para el uso conjunto del aeropuerto. Y España, como represalia, no permite que haya vuelos entre Gibraltar y España, o entre Gibraltar y cualquier otro país, con excepción del Reino Unido.

Piqué amenazó en su comparecencia del miércoles ante la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso con endurecer las represalias al advertir que se aproximaba 'una mayor confrontación' con las autoridades gibraltareñas. ¿Cuál es el problema ahora? Que la asamblea legislativa de Gibraltar está estudiando reducir su dependencia colonial con el Reino Unido y otorgarse un mayor grado de autodeterminación. Según las bizantinas interpretaciones legales que se hacen del Artículo X del Tratado de Utrecht de 1713, el documento en el que España cede la soberanía sobre el Peñón al Reino Unido, dicha modificación constitucional perjudicaría las posibilidades españolas de recuperar aquel minúsculo trozo del planeta que los conquistadores moros nombraron, hace 1.300 años, algo que sonaba como Gibraltar. Por eso España está más preocupada que el Reino Unido, paradójicamente, ante la posibilidad de que el Reino Unido pierda una de sus pocas colonias restantes. Por eso Piqué ha amenazado no sólo a los insumisos gibraltareños sino también al Reino Unido. Londres debe bloquear las pretensiones independentistas de sus sujetos coloniales porque si no España consideraría al Reino Unido responsable de 'un acto hostil de gravedad'. El presidente de Gobierno, José María Aznar, ofreció su respaldo a Piqué. 'Cualquier alteración del estatus de Gibraltar es una quiebra del Tratado de Utrecht y, en consecuencia,' afirmó Aznar, 'España lo consideraría un acto muy grave'.

O no tan grave. Lo más cerca que llegarán el Reino Unido y España a la guerra en un futuro previsible será el mes que viene, cuando dos equipos ingleses se enfrentarán a dos equipos españoles en los cuartos de final de la Liga de Campeones. Piqué habla de actos hostiles pero nadie está proponiendo atacar a nadie.

La cuestión es si el conflicto va a durar otros 200 años. Y la respuesta está, no en Londres, no en Madrid, sino en Gibraltar. Mientras la gran mayoría de los 30.000 gibraltareños insisten en no querer cambiar el pasaporte británico por el español, la abrumadora lógica geográfica según la cual Gibraltar pertenece a España no se va a imponer. A no ser que cambien abruptamente las leyes del juego en la Unión Europea, el principio democrático vencerá al principio territorial.

Entonces, poniendo los legalismos y los tratados firmados por antiguos déspotas a un lado, la pregunta -la única pregunta - es si existen motivos para pensar que los gibraltareños se podrían mostrar dispuestos, en un futuro no tan remoto, a llegar a un acuerdo de convivencia con España, libre de las molestias habituales, cuyo objetivo declarado no sería la soberanía española, pero cuyo fin histórico seguramente- inevitablemente- lo sería.

La respuesta, a pesar del ascenso de la temperatura política en los últimos días, es que sí existen motivos. Uno de ellos es la probabilidad de que, con el tiempo, la creciente afinidad cultural entre Gibraltar y España supere a la desconfianza histórica. Las imágenes que uno ve, los sonidos que uno oye, al cruzar la frontera más extraña de la Unión Europea apuntan a que el absurdo de la soberanía británica no puede seguir para siempre. Imágenes como éstas:

Los dos bobbies 'ingleses' que andan en la calle desarmados como en Oxford Street y se hablan entre sí no sólo en español, sino en un marcadísimo acento andaluz. Parecen dos personajes en un carnaval de disfraces. Hasta que uno se da cuenta de que todo el mundo habla andaluz: las madres en las pequeñas plazas (todo es en miniatura en Gibraltar) paseando sus bebés; los adolescentes saliendo del colegio; los taxistas, que todos se llaman Paco o Pepe o Jesús, y que compran su gasolina en una estación de servicio de la empresa CEPSA; las tres señoras musulmanas entrando, con las caras cubiertas, a hacer compras en Marks&Spencer; el señor judío, pelirrojo barbudo con la gorrita en la cabeza, discutiendo animadamente con un amigo en la calle -tal vez acerca del fútbol- posiblemente sea integrante o de la Peña Madridista o de la Barcelonista, que coexisten en Gibraltar en un ambiente de relativa paz.

Pero al hablar con estos personajes uno descubre que insisten, casi sin excepción, en que no son españoles, que son una mezcla de italianos, portugueses, malteses, ingleses y judíos, que tienen su propia identidad, 'como los americanos', forjada a lo largo de 300 años. Aunque nadie cuestiona que la cultura dominante sea la española. Lo que se demuestra, no sólo por el idioma o porque la gran mayoría de los gibraltareños son católicos, sino por la cantidad de gibraltareños que poseen casas o que directamente vive en España (del 20% que compone el grupo de élite, casi todos); y el hecho de que casi todo el mundo tiene parientes en España, que pasan los fines de semana en España, que prefieren la comida española a la inglesa, que hacen sus compras en supermercados españoles.

Es decir, que a la paranoia, por más comprensible que sea, que se detecta en el campo político hacia España se agrega la esquizofrenia en el terreno cultural. Odian a España y al mismo tiempo la aman.

'No queremos ser españoles pero nos encanta el jamón serrano', explica, con una sonrisa, John Bassadone, el presidente de una empresa internacional marítima con sede en Gibraltar. 'Queremos seguir siendo británicos pero vamos a España los fines de semana, y en el caso mío, todos los días. A todos nos gusta España, pero no queremos dejar de ser británicos. Ahora, entiendo que no podemos tenerlo todo para siempre. Que debemos de ser menos defensivos, relajarnos un poco, ser menos obsesivos y bajar la temperatura del debate porque en el clima actual si un político quiere sobrevivir lo que no puede hacer es dejar que digan que toma posiciones blandas hacia España. Tenemos que cambiar y abrirnos a nuevas ideas'.

El político más pro español en Gibraltar, y el que sí tiene una idea nueva, se llama Peter Cumming. Cumming, que tiene sangre maltesa y española, dejó el partido socialdemócrata de Caruana en 1996 porque consideró que no demostraba el suficiente interés por llegar a un acuerdo con España. Lo que Cumming propone para Gibraltar es un estatus similar al de Andorra: soberanía compartida entre las coronas de España y Gran Bretaña pero con una buena dosis de autogobierno. Es lo más radical que hay sobre la mesa en Gibraltar, y por ahora Cumming cuenta, según los sondeos, con el apoyo de apenas el 5% de la población.

Cumming cree que eso puede cambiar. 'Mire al Muro de Berlín, mire a la caída del apartheid. Las cosas cambian, y a veces cambian inesperadamente, y con una gran rapidez'.

¿Qué opinan los empresarios de Cumming? ¿Qué es un loco soñador? No. 'Cumming es muy valiente', dice Bassadone, una opinión que comparten varios importantes personajes en la élite empresarial. 'La clave, como con todo en la vida, está en el timing'.

Con la excepción de los políticos de línea dura, como el líder de la oposición Joe Bossano, es sorprendente el consenso que parece haber en Gibraltar alrededor de la idea de que con el tiempo la naturaleza de las relaciones con España podría cambiar drásticamente. Bernard Linares, el ministro de Educación, casi está preparando el terreno para que así sea. Como señala Linares, los niños en los colegios gibraltareños siguen el currículo inglés, pero en los últimos años el español se enseña como en los colegios españoles, utilizando libros de texto made in Spain. 'Y también hemos animado mucho a los colegios a llevar a cabo iniciativas de intercambio con colegios del lado español'.

Linares, que fue cura jesuita durante casi 20 años, no da la impresión de ser un hombre que moriría por defender su pasaporte británico. ¿Con un nombre como ése, por qué no acepta de una vez la soberanía española y se deja de tanto lío?

'Porque somos lo que somos', responde, con sonrisa de cura sabio y simpático. 'Le puede preguntar lo mismo a un escocés. Hemos sido lo que somos durante siglos. Somos gibraltareños, por historia, por cultura. No se puede tirar la historia por la ventana de la noche a la mañana. La sociedad política no podría tolerar eso'.

¿Y en el futuro? 'No puedo predecir el futuro pero el Gobierno español debe de comprender que no puede proponer un plan de transferencia de soberanía a España, como hizo Matutes hace unos años, y esperar que al día siguiente contestemos: 'Vale, bien, estamos de acuerdo'. Es que no se puede cambiar una realidad histórica de la noche a la mañana'.

El hecho de que Linares, ministro del Gobierno y una de las figuras más populares en el partido de Peter Caruana, diga dos veces en la misma conversación, en los mismos dos minutos, que no se puede cambiar la realidad histórica 'de la noche a la mañana' es un reconocimiento más que tácito de que la realidad histórica sí puede cambiar, con tiempo.

Caruana, a su vez, insiste en que la soberanía no es discutible pero, como dijo en una entrevista concedida hace un mes a EL PAÍS, sí desea 'explorar posibles soluciones aceptables a todas las partes'. 'Lo que se necesita más que nada es tiempo. Tiempo y un ambiente de normalidad', dijo Caruana.

Caruana habla de 'tiempo'. Linares simplemente advierte de que no hay solución posible de la noche a la mañana. Bassadone, y muchos empresarios piensan como él, habla de timing. Y los sindicalistas dicen algo parecido.

Luis Montiel, el máximo líder sindicalista de Gibraltar, representa a 4.500 trabajadores. Su respuesta a la pregunta de cuál sería su reacción si mañana la soberanía pasase a España es tranquila, medida. 'La gente tiene que ser parte del cambio. Tiene que ser con su consentimiento'.

¿Y él, qué opina? 'Aquí somos cada vez menos cerrados. Cuanta más educación, más apertura al mundo. Hasta el más intransigente se da cuenta de que Gibraltar no se puede encerrar y quiere ser parte de afuera. Lo que a mí me dice que tarde o temprano tiene que haber una forma de vivir juntos'.

El personaje gibraltareño que más está de acuerdo con eso es José Manuel Triay. El impecablemente bilingüe Triay, considerado el abogado más eminente de Gibraltar, fue uno de los llamados palomos que en 1968 propusieron en conversaciones secretas con el Gobierno español una fórmula según la cual la soberanía sobre Gibraltar pasaría a España a cambio de un alto grado de autonomía para un Gobierno elegido por los propios gibraltareños.

Treinta y tres años más tarde, Triay está alejado de la política pero sigue convencido como antes de que la solución del problema gibraltareño no puede excluir a España. 'Lo que yo digo es que Gibraltar no puede prosperar y, a largo plazo, no puede sobrevivir sin un acuerdo con España y sin que España esté involucrada en su desarrollo'. Según Triay, 'que Gibraltar sea el único obstáculo a buenas relaciones entre Gran Bretaña y España es una situación extremadamente estúpida'.

Para Triay es frustrante la eterna negativa de Gibraltar de dialogar con España a no ser que la palabra soberanía se excluya de la agenda. 'Porque lo que no tiene ningún sentido es la idea de la mayoría de los gibraltareños de que la actual situación, en cuanto a las relaciones con España, es viable'.

Luis Montiel toma la actitud de que 'tampoco somos santos nosotros'. Haciendo eco de lo que decía el empresario John Bassadone, el sindicalista Montiel dice que ya es hora de que los gibraltareños reconozcan que no lo pueden tener todo, 'la vida buena, dos culturas'. Pero, por otro lado, Montiel se desespera ante lo que considera la inmovilidad española. 'No entiendo cómo no puede salir una solución imaginativa desde Madrid, cómo son incapaces de tender puentes, con todo lo que pueden enseñar al mundo sobre el tema de las autonomías'.

Triay dice algo parecido. Que le extraña 'la ausencia total de sofisticación política' del lado español.

¿Qué debe de hacer España para insertar, por primera vez en la historia, un grado de dinamismo al conflicto sobre Gibraltar?

Para Peter Cumming se debe de empezar por un cambio en la retórica. 'Ese discurso de Josep Piqué el otro día, acusándonos de ser parásitos y tal, eso a mí no me ayudó nada, y en cambio para los políticos más intransigentes de aquí fue maná del cielo. Les permitió decir: 'Miren, tenemos razón. No ha cambiado nada desde los tiempos de Franco'.

¿Y qué más? 'Lo que alimenta más que nada el antiespañolismo es el tema de las enormes colas en la frontera. Esto afecta en carne propia, día tras día, al ama de casa que quiere ir a hacer las compras a Pryca. El otro día oí a un padre decir, y lo decía contento (y en español), 'éstas colas en la frontera harán que nuestros hijos sigan odiando a España'. Desafortunadamente, tenía razón'.

Bernard Linares opina que sólo se podrá comenzar un diálogo que conduzca a una solución a base de 'aparcar la historia', es decir, poner a un lado la Biblia de Utrecht, y buscar temas de interés mutuos. Buscar una llave que abra la puerta a un eventual diálogo político ¿Cómo cuál?

Como el aeropuerto.

'Hay un desaprovechamiento total, total', dice John Bassadone, 'de la posibilidades que ofrece el aeropuerto para la economía de Gibraltar, para La Línea y para toda la región del Campo de Gibraltar'. James Gaggero, el dueño de GB Air (que está afiliado con British Airways), naturalmente, opina lo mismo. 'Un aeropuerto operando sin restricciones, como cualquier otro aeropuerto de la UE, traería grandes ventajas para todos', dice Gaggero. 'Con un aeropuerto eficiente, por ejemplo, se podría llevar a la creación de un superpuerto marítimo, una gran operación conjunta entre Gibraltar, Algeciras y, ¿por qué no? Ceuta. Y en cuanto el turismo, mire las playas de La Línea: magníficas, pero totalmente, extraordinariamente, desaprovechadas'.

'Lo que no dudo', dice Gaggero, 'es que si existiese la voluntad sinceramente de resolver el problema, se podría hacer'. José Manuel Triay piensa lo mismo, no sólo en cuanto al aeropuerto, pero toda la problemática de Gibraltar. 'Fórmulas ha habido muchas, como la que ha propuesto Peter Cumming. El problema no es la fórmula. Hay millones de fórmulas sobre cómo repartir la soberanía en Gibraltar. Lo que hace falta no es una fórmula, sino el deseo de encontrar una que funcione para todos'.

Lo extraordinario, como varios personajes en Gibraltar reconocen en privado, es que no existe el deseo siquiera de sentarse a dialogar sin insistir en condiciones previas sobre la cuestión de la soberanía, de maquillar una fórmula aceptable para todo el mundo, cuando esto es precisamente lo que se ha hecho en circunstancias mil veces más apremiantes en lugares como Irlanda del Norte, Suráfrica, Centroamérica y hasta entre palestinos e israelíes. Quizás lo que ocurre es que, a diferencia de otros conflictos en el mundo, todas las partes están bien, nadie está sufriendo excesivamente. Para los gibraltareños ricos, con sus casas en Sotogrande, la vida es dulce, y los trabajadores, como reconoce el sindicalista Montiel, viven en circunstancias privilegiadas; las compañías españolas que hacen negocios en Gibraltar, CEPSA y las grandes constructoras, no tienen quejas; y para el Reino Unido tener esas bases militares en el Estrecho, aunque nadie duda de que las conservarían en el caso de que la soberanía pasase a España, es buen motivo para agradecer todos los días la bondad de aquel 'rey católico' que firmó el Tratado de Utrecht en 1713.

Pero si realmente hubiese interés en acabar el conflicto más pacífico del mundo las condiciones existen, en Gibraltar, para intentarlo. Aunque se comience sólo por el tema práctico del aeropuerto. Lo que parece estar claro es que, si se encuentra la fórmula para que las autoridades gibraltareñas se puedan sentar a dialogar con el Gobierno español, el riesgo para España es mínimo. Al contrario, sólo puede ganar. Porque en el peor de los casos todo se queda igual; en el mejor, se crea una dinámica cuyo inexorable desenlace es que el principio democrático de la soberanía sintonice, por fin, con la realidad geográfica y cultural. Como afirman en Gibraltar aquéllos -y son muchos- que dicen estar dispuestos a dialogar, lo que se necesita es pensar con imaginación, 'aparcar la historia', reconocer que no existe una solución mágica, y que no todo se va a resolver de la noche a la mañana.

Dos policías gibraltareños, uniformados como los <i>bobbies</i> ingleses.
Dos policías gibraltareños, uniformados como los bobbies ingleses.PABLO JULIÁ

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