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¿Imponer la unidad?

Mientras, entre 1979 y 1983, se iba configurando gradualmente lo que se dio en llamar el 'Estado de las autonomías', la inmensa mayor parte de la clase política española de adscripción central lo veía como un simple expediente táctico, como una mera argucia jurídica destinada a difuminar y neutralizar la engorrosa pero inexcusable concesión de estatutos de autonomía a las tres 'nacionalidades históricas'. Nadie, o muy pocos, entre los entonces responsables de Unión de Centro Democrático, de Alianza Popular o del Partido Socialista Obrero Español, consideró la hipótesis de que la receta del café para todos, la generalización autonómica en 17 comunidades más dos ciudades con estatuto especial, abriese una caja de Pandora capaz de modificar, a medio plazo, los seculares modos de hacer política y de gobernar en España.

Y, sin embargo, así ha sido. A lo largo de las dos últimas décadas, el Estado de las autonomías no sólo ha propiciado la invención de himnos, banderas y tradiciones -al fin y al cabo, todos los himnos, todas las banderas y todas las tradiciones fueron inventadas en algún momento-, sino que los nuevos marcos institucionales (elecciones, parlamentos y gobiernos autónomos) han dado lugar a la aparición de otros tantos subsistemas políticos con sus propias agendas legislativas y ejecutivas, reflejo de los intereses específicos de cada territorio, o bien de las alianzas locales, o del afán de los gobernantes respectivos por singularizarse o por aparecer como pioneros.

Sí, seguramente muchos protagonistas de la transición y del proceso constituyente deseaban que, con las inevitables excepciones del País Vasco, Cataluña y tal vez Galicia, la política en las comunidades autónomas fuese, al modo de las diputaciones provinciales durante la Restauración canovista, una fotocopia reducida y borrosa de la estatal: gobernadas siempre y sólo por los grandes partidos españoles e instrumentalizadas por éstos para servir como trampolín, como trinchera o como santuario en las grandes batallas alrededor del poder central. Las cosas, empero, han sido bien distintas. Por una parte, diversas formaciones regionalistas o nacionalistas (Coalición Canaria, Partido Andalucista, Partido Regionalista de Cantabria, Partido Riojano...) han logrado sobrevivir a la tenaza bipartidista y consolidar un espacio político casi siempre menor pero ocasionalmente decisivo que, a veces, incluso se ha diversificado entre el centro (Partido Aragonés, Unió Mallorquina) y la izquierda (Chunta Aragonesista, Partit Socialista de Mallorca / Menorca).

Ahora bien, la faceta sin duda más importante de este proceso está siendo la gradual adopción, por parte de las organizaciones territoriales del PSOE, de una lógica autonomista que rompe con la añeja tradición jacobina del partido y dibuja una inflexión histórica. Resulta indudable que el nuevo rumbo se ha visto impulsado por la pérdida, desde 1996, del Gobierno central, pero lo cierto es que hoy pocos regatearían a Marcelino Iglesias el calificativo de aragonesista y a su homólogo Francesc Antich el de balearista, o comoquiera que deba llamarse el autonomismo balear; y no sólo, ni principalmente, por el hecho de que gobiernen en coalición con grupos de esas filiaciones, sino sobre todo por cuáles son sus prioridades y sus apuestas estratégicas al frente de Aragón y de las islas Baleares.

Pero la mutación en las filas del PSOE no termina ahí, ni mucho menos, y habrá que dar las gracias al Plan Hidrológico Nacional por haber contribuido tanto a hacerla visible. Nada menos que José Bono, firmante otrora de la Declaración de Mérida y entonces uno de los tres tenores del españolismo socialista, hacía el pasado lunes a este diario interesantísimas declaraciones que merece la pena subrayar: 'Está claro que hay en nuestro Estado autonómico un poder emergente en los territorios que el PSOE hará bien en mimar en lugar de minar'; 'algunos dirigentes de mi partido pensaban que el Estado empezaba y terminaba en la Castellana' (¿se referiría a Pepe Borrell?); 'los presidentes autonómicos del PSOE no somos funcionarios de la calle de Ferraz'. Por supuesto, Bono justifica su apoyo al Plan Hidrológico en el superior 'beneficio de Castilla-La Mancha', que es lo mismo que ha dicho y hecho su correligionario, el conspicuo Rodríguez Ibarra, con respecto a Extremadura.

Ante este panorama, el Partido Popular y su Gobierno se hallan a la vez alarmados y contentos. Contentos, porque la fragmentación territorial del discurso socialista deja a la derecha como única titular de un 'proyecto nacional' para España, como única celadora de la unidad patria, y éste es un producto que suele despacharse bien en temporadas electorales. Pero también alarmados, puesto que sin el PSOE el corsé unificador flojea por una de sus mitades y las posturas girondinas adquieren mayores fuerza y prestigio. Por todo ello, el aznarismo ha intensificado en las últimas semanas tanto su encastillamiento unitarista (el debate sobre los sellos plurilingües evidenció que, para el PP, las únicas decisiones válidas son las que se toman en Madrid) como la escalada de denuncias contra la falta de cohesión del PSOE en tanto que 'partido nacional', o las conminaciones a Rodríguez Zapatero para que imponga la unidad entre los suyos. El mensaje es claro y simple: víctimas de 'localismos aldeanos', los socialistas no tienen un proyecto único, sino 17, lo cual convertiría a España en ingobernable.

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¿Ingobernable? ¡En modo alguno! Más bien gobernable de otra manera: de abajo arriba, desde la periferia hacia el centro, desde el compromiso y no desde la imposición, sustituyendo los valores de la cohesión por los del pluralismo, gestionando las contradicciones en vez de idolatrar la homogeneidad... ¿Querrá y podrá un gran partido estatal lograr lo que la Cataluña política ha intentado varias veces sin éxito desde la lejana fecha de 1873?

Joan B. Cullaes profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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