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Columna
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Cebollas

Las recientes deposiciones xenófobas de la señora Ferrusola y el señor Barrera, así como las consentidoras actitudes de Pujol y Mas, no tienen nada que ver con el catalanismo, al menos como yo lo he venido viviendo, en mi calidad de charnega, desde que uso razón. Tienen que ver con el conservadurismo y la caída libre del genoma humano que practican por su cuenta numerosos colegas de nuestra especie. En el caso de los políticos, se añade la necesidad de obtener votos a toda costa. La propia Ley de Extranjería del ilustrado de La Moncloa responde a todas estas características. Explotar al racista que todos llevamos dentro (reconozcámoslo: unos más que otros) es eficaz y, por desgracia, se corresponde con el pensamiento bajo mínimos que reina en buena parte del patio en donde vivimos.

Les diré que cada vez que escribo una columna a favor de los inmigrantes recibo las correspondientes cartas de lectores que me acusan de no decir lo sucios que son, lo ladrones que son y cómo orinan en la calle. Así, todos en bloque: culpables. Ésta es la realidad, su realidad: buena parte de la población autóctona se cree superior a los que vienen de fuera. Superior a los pobres, claro. Porque luego son capaces de asistir a una exposición de esculturas de Lorenzo Quinn, ilustre hijo de chicano afincado entre nosotros, sin que se les corte la digestión de un pasmo estético.

La realidad real, objetiva, es que las arcas del Estado ingresan buenos dineros con lo que cotizan los trabajadores extranjeros; y que los 20.706 hijos de extranjeros que nacieron en 1998 equilibraron la balanza demográfica. La realidad realísima es que, dentro de 50 años, habrá nueve millones de españoles menos y la mayoría de los que quedarán serán viejecitos, mientras que 14 países pobres africanos cuadruplicarán su número de habitantes.

La tasa de natalidad de las mujeres españolas es la cuarta más baja del mundo. Lo cual es una buena noticia. Como diría el señor Gen: cuanto más conozco a mis compatriotas, más me gustan las cebollas.

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