Tradición y modernidad
Desde hace ya varios años, Madrid se ha convertido en parada obligatoria para los integrantes del Cuarteto Alban Berg, un privilegio al que los fieles del Liceo de Cámara (un público silencioso, culto y atento como pocos) responden siempre con entusiasmo ocupando hasta la última butaca de la sala pequeña del Auditorio Nacional.
Cuando celebraron su 25º aniversario, los austriacos se valieron en conciertos y programas de mano de su acróstico ABQ (Alban Berg Quartett) y más de uno, con ayuda de la tipografía empleada, debimos de establecer un parentesco inconsciente con el SPQR (Senatus populusque romanus) que lucían los estandartes de la Roma imperial. El gesto trascendía lo casual, ya que este cuarteto se ha querido siempre hijo de una tradición secular al tiempo que mostraba una inquietud insólita en un conjunto de su categoría por la difusión de la música contemporánea. El propio Berg, como su maestro Schönberg, persiguió como pocos ese equilibrio entre tradición y ruptura, entre pasado y futuro, que han buscado estos cuatro hijos adoptivos del autor de Lulu desde su formación misma, a caballo entre Viena y Cincinnati, donde desentrañaron como discípulos del Cuarteto LaSalle los secretos de la modernidad.
Los dos programas trazaban un arco tensado desde Haydn a Lutoslawski: dos siglos de creación cuartetística en los que pasábamos de la partida de nacimiento del género a su irrupción y definitivo asentamiento en el siglo XX. Fue precisamente la Suite Lírica de Alban Berg la primera obra que supo salvar el precipicio en que Beethoven había dejado al género tras sus últimos cuartetos.
Desolación
Por eso no tiene sentido, como hicieron en su primer concierto, y ante una audiencia nada pazguata, invertir el orden de los factores, exponiendo antes la solución que el problema, porque el Cuarteto op. 132 se resintió de ese brusco salto hacia atrás y llegó, al menos hasta la llegada del movimiento lento, como un incómodo anticlímax. Así que lo mejor del primer concierto fue, por muchos motivos, la música de Berg, en la que hubo dicha, amor, misterio, estatismo, pasión, delirio y desolación a raudales, tal y como reclaman los adjetivos de sus seis movimientos. La interpretación fue un prodigio de principio a fin.
Aunque a veces pueda discreparse de una cierta frialdad en el planteamiento, o de un cierto esteticismo -sobre todo por parte de Pichler-, el Alban Berg acaba desarmando cualquier reparo por la calidad y la belleza de su sonido. Así, su Haydn pecó de un exceso de seriedad y a su Bartók le faltó ese plus de violencia y desesperación que saben inyectarle el Takács o el Tokio. Pero la ejecución fue siempre tan perfecta, la técnica cuartetística tan asombrosa, que nos dejamos arrastrar por la corriente.
No importa que Pichler fallara de cuando en cuando (todo un acontecimiento en un violinista de su talla), porque cualquier desliz quedaba compensado de inmediato con un arranque de genio. En el soberbio Cuarteto de Lutoslawski todo volvió a ir sobre ruedas, como en la obra de Berg, y fue admirable comprobar cómo se involucran los cuatro en la interpretación de una música tan extraordinaria como difícil de aprehender para el público. El Adagio del Cuarteto op. 76 núm. 4 de Haydn, fuera de programa, fue el modo de agradecer los aplausos entusiastas de un público que, de poder, hubiera agitado la enseña ABQ, reclamando su segura visita del próximo año.
Babelia
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