Volando voy
- 1. El pianista del 'Virginian'. ¡Qué racha tan buena llevamos! Otro espectáculo precioso, en el Poliorama: Novecento, el pianista de l'oceà, de Alessandro Baricco. El título despista; hace pensar en un fresco histórico-coral. Yo no conocía el texto, aunque se estrenó en la avalancha del Grec, ni la película de Giuseppe Tornatore. Es más sugerente el subtítulo: el pianista de l'oceà. También podía haberse llamado El pianista del 'Virginian', que tiene una gota de perfume Conrad. De Alessandro Baricco conozco Seda y City. Baricco tiene mala prensa porque es joven y vende mucho, pero es un narrador formidable, un gran contador de cuentos. En sus mejores cuentos es un narrador épico. Épica: cuando lo que se nos cuenta ya no es posible porque pertenece al mundo del mito o a una época irrepetible. Las obras de Shakespeare, la Iliada, pero también las historias de piratas o de pistoleros en la frontera. El tono épico proporciona un instantáneo escalofrío de nostalgia imposible: sabemos que nosotros nunca podremos pronunciar las frases finales de Viento en las velas o la despedida de Rutger Hauer en Blade Runner. Y la también instantánea convicción de que una vez (estamos en el tiempo del 'érase una vez') aquello que se nos narra fue posible para sus protagonistas, que nos lo cuentan sin hipérboles, casi sin inflexiones. Es, como siempre, una cuestión de tono. ¿Recuerdan el tono del indio Nobody en Dead man, cuando le cuenta su historia a Johnny Depp, su vida en una jaula, de circo en circo, su estancia en Inglaterra, cuando conoció al poeta William Blake, que le habló con 'palabras poderosas', y su regreso a las praderas? Una historia épica se nos cuenta sin apenas adjetivos: la potencia de los hechos evocados es suficiente para hacerte volar. ¡La magia de la narración pura, la voz del vuelo libre! Así cuenta Alessandro Baricco la historia del pianista del océano, su primer texto teatral. Relativamente hablando, porque también Seda se leyó, se contó en un teatro. 'No estás jodido del todo mientras tengas una buena historia y alguien a quien contársela', dice el pianista, un eterno 'pasajero en tránsito'. El pianista nació en un buque, el Virginian, que recorría la ruta entre Europa y América. Hijo de emigrantes que le abandonaron sobre un piano, fue apodado Novecento porque abrió los ojos con el siglo. Y nunca abandonó el Virginian. Nunca. ¿Comienzan a volar? La historia la cuenta su mejor amigo, el trompetista Tim Tooney. Baricco, como todo gran narrador, dosifica los datos, anticipa, perversamente, los hechos. Sabemos, como de pasada, que Tooney vio por última vez a Novecento sentado sobre una caja de dinamita. Hasta el final del cuento, naturalmente, no sabremos lo que pasó; el camino que va del piano a la caja de dinamita. Baricco es un gran narrador y alguien que sabe muy bien de qué va la música. Porque El pianista de l'oceà es una historia de amistad y de música. Y un western, un western flotante, con duelo incluido: el duelo entre Novecento y el gran Jelly Roll Morton, uno de los mejores momentos de la historia. Amistad, música y literatura. La peripecia del pianista es también una perfecta metáfora del escritor. Nunca ha bajado a tierra; conoce, sin embargo, los países más lejanos por las miradas y los relatos de los pasajeros del Virginian. Puede tocar infinitas melodías porque su teclado tiene un límite, como las teclas de una máquina de escribir. El mundo exterior es, para él, un teclado infinito, con demasiadas músicas.
Baricco escribió 'Novecento' en 1994 para el actor Eugenio Allegri y el director Gabriele Vacis
Baricco escribió Novecento en 1994 para un actor, Eugenio Allegri, y un director, Gabriele Vacis; la presentaron en verano de aquel año en el festival de Asti, en Italia. Curiosamente, el dossier no nos habla del pianista, del músico, el eje básico de la historia. Si no tenemos en escena a un pianista fuera de serie, el mito de Novecento se va a hacer puñetas. Los responsables del espectáculo del Poliorama (3 per 3 & Albena) leyeron el relato de Baricco, cuentan, en un barco. Aquí comienzan las casualidades. Para la versión catalana, a cargo de Guillem-Jordi Graells, eligieron a Jordi Bosch como Tim Tooney y a Agustí Fernández como Novecento. Baricco estaría encantado de saber que Agustí Fernández tocó, durante mucho tiempo, en un barco, en un crucero. La dirección es del donostiarra Fernando Bernués, responsable de uno de los grandes éxitos del Poliorama, El florido pensil. La escenografía y la iluminación, de José Ibarrola y Xavier Lozano. Ambas son fantásticas, pura filigrana. Con elementos mínimos crean la magia. Una escotilla que brilla como la luna, un navío iluminado, en miniatura, que cruza el espacio, al fondo, como el lejano barquito de Antaviana; una tempestad en una pecera. Y las voces, y la música. El narrador, ya lo he dicho, es Jordi Bosch, que la temporada anterior fue un enérgico y aniñado Lopahkin en L'hort dels cirerers de Pasqual. Aquí Bosch tiene, para mi gusto, un solo punto negativo: una cierta blandura expositiva en determinados pasajes, como si la voz se le fuera al tono de cuento infantil. Pero es fugaz, y prima su enorme capacidad comunicativa. Está su voz, pintándonos todo un mundo, una 'ópera flotante', que diría John Barth, y la épica en la evocación del personaje de Novecento. Y la música, la extraordinaria música de Agustí Fernández, un torrente de música en directo, que no deja de sonar. Un concierto y un cuento por el mismo precio. Voz, magia, épica, música, poesía. ¿Qué más quieren? En el Poliorama, hasta el 4 de marzo.
- 2. Tren nocturno. Durante cuatro días, del 15 al 18, el Théâtre de Complicité ha vuelto al Mercat, su sede barcelonesa, donde había presentado con enorme éxito dos de sus mejores espectáculos: The street of Crocodiles (1993), sobre el universo de Bruno Schulz, y The three lives of Lucie Cabrol (1996), una bellísima saga rural a partir de relatos de John Berger. En esta ocasión nos han visitado con Mnemonic, su penúltima pieza, estrenada en los Riverside Studios de Londres en noviembre de 1999, y sorprendentemente similar, en su estructura, su poética y su juego de temas confluyentes, a las propuestas de Robert Lepage. Mnemonic pretende ser, desde su mismo título, una indagación sobre los mecanismos de la memoria, aunque a la postre abandona su idea primordial para construir una reflexión sobre la búsqueda de los orígenes. En su formidable primer tercio, Simon McBurney, coordinador del texto y director de la compañía, aparece ante nosotros para hablarnos de las diversas teorías (científicas, literarias, bioquímicas) sobre la génesis de los recuerdos, con la gestualidad, las mañas y el ritmo endiablado de un stand-up comedian. Poco a poco, su voz se vuelve cadenciosa, casi hipnótica, y entramos en una suerte de ritual evocativo, un viaje onírico para el que se suministra al público, irónicamente, un sleeping blind, el antifaz para dormir en los aviones, y una hoja cuyas nervaduras semejan un árbol genealógico en miniatura. McBurney se convierte entonces en Virgil, un hombre obsesionado por la desaparición de su novia, Alice, de la que pronto sabremos que anda por Europa tras la pista de su padre, al que nunca conoció, y del que ha recuperado una caja conteniendo, como las instalaciones de Boltanski, unas pocas huellas de su paso por la tierra: unos zapatos, un viejo reloj, una chalina.
La segunda historia, evocada por Virgil en su insomnio londinense, es el hallazgo, en los Alpes austriacos, del cuerpo desnudo y congelado de un hombre del neolítico, tan errante y perdido como el padre de Alice. Las historias comienzan pero no concluyen; hay falsas pistas, como la de un músico italiano, Carlo Capsoli, que desaparece en los Alpes en 1941, y del que se nos hace sospechar, brevemente, que podría ser el padre de la muchacha; hay coincidencias très à la Lepage, como el encuentro entre Alice y Simonides, un taxista griego que vivió en Londres y condujo a Virgil, cuya segunda aparición en la trama sirve para revelar que el reloj del padre era de fabricación rusa. En el último tercio de Mnemonic, cuando Alice ha logrado, detectivescamente, atar todos los cabos (los zapatos pertenecían a un pianista, la chalina era de origen judío), decide abandonar la búsqueda y recalar en Bolzano, el pueblo alpino donde apareció el cuerpo del 'neolítico errante', cerrándose así, un tanto artificiosamente, el círculo de la obra. Hay, sin embargo, un desequilibrio entre las dos historias básicas. La aventura de Alice en el tren nocturno que recorre Europa, casi una paráfrasis de la búsqueda de Sebastian Knight en la novela de Nabokov, es apasionante, mientras que el relato del hombre congelado, a través de las pugnas y el choque de interpretaciones de un grupo de científicos, se apoya demasiado en un humor fácil y acaba siendo fatigoso. No es, para mi gusto, el mejor trabajo de Complicité, pero, como siempre, la interpretación de su compañía multinacional (británicos, franceses, griegos, suizos) y la esencia cinemática de las escenas alcanza niveles de verdadero virtuosismo: un gesto, un giro del cuerpo, un cambio de acento, la fusión de dos imágenes y un efecto de sonido hacen que los espacios y sus habitantes se multipliquen en un fluido constante que es, en definitiva, la marca de la casa, el eje de su casi constante fascinación escénica.
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