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Columna
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Papeleo

Fuera de los papeles no hay vida. Ni inteligente, ni nada. Por ello, basta un vulgar impreso para demostrar que aún no estamos difuntos, o al menos que no le consta a la autoridad, aunque a veces creamos que sí. En este tomo, incluso sin permiso del ADN, se certifica que somos hijos de nuestro padre y nuestra madre. Aquel infolio asegura que valemos para la abogacía, la fontanería o la conducción de vehículos a motor. Con papelorios nos pagan, nos expedientan, nos echan los rayos X, nos multan, nos ponen el contador de la luz... nos empapelan. Podemos andar por la calle sin dignidad ni esperanza, pero faltando la debida documentación lo más lejos que nos está permitido llegar es de patitas a la frontera.

Mucho se imprime sobre la desaparición de la cultura impresa, pero cuesta imaginar que algún día pueda instalarse una ciberburocracia (verba volant) huérfana de pólizas y folios autocopiables. Sólo tendría una ventaja: evitar la inmolación de tantos árboles para la salvación de las almas. Ya que sin matrimonio, como dice el obispo Reig, sólo somos parejas de palomas de hecho, probablemente fornicadoras (cabe la duda de si los papeles civiles neutralizan algo el pecado).

Los animalitos del Señor también tienen derecho a papela, aunque sea mojada. A las vacas cuerdas, por ejemplo, les exigen la chapa o crotal de toda la vida, pero también una credencial veterinaria que ponga que no se observan síntomas de enfermedad, dictamen superficial donde los haya si las pruebas fiables sólo se hacen con el bicho muerto. Luego está la solución de pedir un juramento al ganadero, que ya me dirán cuan objetivo puede ser...

Es verdad que la mayor parte de los certificados médicos (esa mina de oro para algunos) son igual de rigurosos: a ojo de buen cubero (clínico, eso sí), el facultativo asegura que el niño está como una rosa, que pueden matricularlo y sacarle a pastar durante los recreos al patio del colegio. Bueno, esto es menos grave que lo de las reses porque los niños no son para comer. ¿O sí?

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