Pospujolismo
Hablar de pospujolismo ha sido impensable hasta ahora en Cataluña. Parece como si ese caballero modelo de lo políticamente correcto, me refiero al señor Artur Mas, conseller en cap desde hace unos días, hubiera abierto, con su sola existencia como presunto hereu, delfín o lo que sea de Jordi Pujol, la puerta a la idea del pospujolismo. Ya era hora. Gracias, Mas.
Aunque el pospujolismo era una obviedad desde que, ¡en 1980!, Jordi Pujol tomó posesión como presidente de la Generalitat, estaba feo y resultaba de mal gusto en el oasis catalán hacer mención de que un día amaneceríamos con un pasado -y no un presente- pujolista. Diré más: el simple recordatorio del término pospujolismo delataba de inmediato a los malos catalanes. Esta especie autóctona de mal catalán venía descrita con precisión en los invisibles carteles que ondean en el territorio intangible de lo catalán: un territorio psicológico-espiritual instalado, como por arte de magia, en lo más hondo de todo espíritu sensible del oasis pujolista, donde las costumbres se han adquirido sin necesidad siquiera de mencionarlas abiertamente. Lo cual habla, desde luego, del innato sentido de la orientación de nuestros paisanos.
Algo hemos ganado pues: tras 21 años de correr riesgos si se mentaba la bicha, hete aquí que nos protege la impunidad desde que el propio Pujol ha permitido, con el nombramiento de Mas, la normalización del después de Pujol, ¿qué? Cuando es el mismo Jordi Pujol quién apunta a su sucesión, preocuparse por el pospujolismo debe ser, como mínimo, cosa de buenos catalanes. Aprovechemos, por tanto, esta oportunidad entreabierta, no vaya a ser que cualquier día se nos vuelva a estropear.
También los catalanes tenemos derecho a imaginar otro futuro que el que se nos dé hecho desde Madrid, Bruselas, el Palau de la Generalitat, la propaganda de los partidos, las empresas transnacionales o la publicidad comercial. Hemos pasado 21 años de oasis en los cuales todo estaba pensado: quiénes eran los buenos, quiénes los malos y, por supuesto, quiénes éramos nosotros mismos. En la era Pujol ha existido una cuadrícula casi perfecta en la cual ubicarse era fácil si se conocían ciertas reglas que sobrepasaban, desde luego, las puras normas democráticas. Teóricamente la pluralidad catalana era un hecho indiscutible que la práctica cotidiana contradecía en aspectos tan elementales como la idea de pospujolismo que he mencionado.
Gente básicamente bien educada y respetuosa con el poder democrático, los catalanes hemos pasado 21 años combinando la teoría de la pluralidad social y la práctica de catalanismo unívoco del pujolismo en un meritorio ejercicio de relativismo, esquizofrenia y prudencia. El reconocimiento del innegable carisma de Jordi Pujol, que él ha ejercido a conciencia, nos ha permitido por otro lado liberarnos de la incómoda tarea de la crítica, con lo cual siempre ha existido algún tipo de justificación para disculpar errores de gobierno -como la Ley de Ordenación Territorial o la política repartidora de subvenciones, por citar dos casos perfectamente discutibles- que han estructurado la Cataluña pujolista que hoy tenemos y a la que ya nos hemos acostumbrado.
El caso es que el pospujolismo parece cogernos casi por sorpresa e incluso con un punto de nostalgia. Como si no pudiera existir una Cataluña magnífica sin Jordi Pujol, como si se avecinara no una oportunidad de futuro plural real, sino la incómoda orfandad de un paternalismo protector. Si fuera así, la era pujolista habría tenido efectos narcóticos perversos y se pondría en evidencia una lamentable herencia que sólo la historia será capaz de juzgar.
Tal vez es hora de plantearse, al nivel más pedestre del ciudadano corriente, qué queremos que sea esta Cataluña después de Pujol y más allá de las ideas de nacionalismo que instaló en nosotros hace 20 años, cuando en el mundo no todos dependíamos de todos de forma tan acuciante. Basta echar una ojeada a las cosas que suceden ahora mismo para ver que, como mínimo, la idea de independencia, personal o colectiva, está viva pero ha cambiado profundamente su significado: en 20 años muchas utopías clásicas son películas de Walt Disney. El pospujolismo de la época de las vacas locas nos va a exigir, pues, mucho sentido de la realidad.
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