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Columna
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La fregona de Kraus

Los ángeles catalanes de hoy son periodistas, tertulianos o articulistas. Cargados a partes iguales de buenas intenciones y de pereza mental, proyectamos sobre la realidad un discurso buenista en el que se mezclan lo progre, lo cristiano y lo moderno. Propagamos por la mañana un catecismo en el que se funden el tópico roussoniano de la bondad original y una compasiva mirada franciscana. Los demonios llegan por la noche. Las sombras fueron siempre su medio natural. Entran en casa a través del televisor. Disfrazados de rufianes chismosos, practican un versión pigmea del cinismo, cultivan una irreverencia de bonsái, exhiben chulería, mala uva, cara dura y todas las formas posibles del horterismo estético y moral. Esta ambivalencia está presente en otros muchos territorios. En el mercado del arte contemporáneo, por ejemplo, que está repleto de apóstoles de aquel Cristo redivivo que fue Beuys. Artistas eremíticos y anoréxicos reclaman un arte comprometido, moralista y antisistema, en el paraíso de los banqueros, de los directores generales y de los ricos sofisticados. Sin solución de continuidad, este mismo mercado acoge, por otro lado, a los últimos militantes de la locura y del exceso, y a los excursionistas que bajan a los infiernos del sexo, la droga y el rock and roll. La música, precisamente, es otro de los espacios simbólicos en los que convergen los melifluos ángeles del amor (como los veteranos Perales o Iglesias) y un numeroso ejército de diablillos que regurgitan una y otra vez los viejos pecados rockeros de la obscenidad, la agresividad y la desfachatez.

Existen muchas más versiones de esta moderna representación de los pastorets, pero, siendo los medios de comunicación el escenario más significativo del presente, en ellos adquiere rango de función principal. Por la mañana, en la mayoría de las cadenas radiofónicas, especialmente en las catalanas, y también en muchas televisiones, aparecen propagandistas de la solidaridad, pregoneros de los buenos modales, predicadores de la misericordia, defensores de todas las causas. Mientras que por la noche las fuerzas contrarias se adueñan de las pantallas para armar el fabuloso desmadre cotidiano en el que destacan la violencia peliculera, el sucio realismo de los late show, la obscenidad moral, el humor casposo, el kitsch decorativo, la desvergüenza y los odios testiculares. De día, el discurso dominante es humanitario, clemente y filantrópico. Mientras que de noche es taimado, verdulero y malandrín. Más que repartirse el pastel de la audiencia, ángeles y diablos nos repartimos fraternalmente el horario. Formamos las dos inseparables caras de la misma moneda cultural.

La coexistencia en un solo mercado espiritual de ángeles y demonios no es novedad. Al contrario: es una constante histórica. Durante los largos siglos de predominio religioso, los santos presidían las iglesias, pero los monstruos decoraban los claustros. El bien hegemonizaba el discurso, pero el mal se llevaba el gato al agua. En la Edad Media, la virtud, con su perfil melindroso, gozaba de una inagotable protección retórica, pero era el pecado, vecino de la risa y con aficiones marchosas, el que triunfaba en cocinas, gabinetes y alcobas. Con la llegada de la Ilustración, el panorama moralista se complicó bastante. El bien de origen beato pasó a ser visto como agente del mal. Y, viceversa, muchos de los antiguos pecados se convirtieron en virtudes. La lucha por la jerarquía moral duró bastante: un par de siglos como mínimo. Y en la complicada España todavía más. Los universitarios que superamos los 40 años sabemos hasta qué punto el combate moral fue arduo y complejo en el pequeño territorio de nuestra propia alma juvenil. Formados a machamartillo en los valores religiosos y burgueses, abrazamos, transitando por el puente de la adolescencia, una concepción antagónica del mundo presidida por la diosa razón, anclada en el sentido materialista de la historia y con un programa de liberaciones que abarcaba toda la gama: de lo público a lo privado, de la ecomomía mundial a nuestra ropa interior. No fue exactamente una inversión de valores. Los malos eran los partidarios de la vieja moral, pero el mal en sí, el Mal mayúsculo, ganaba entre nosotros prestigio. Seducían tanto las aventuras del marqués de Sade como el heroísmo de Rosa Luxemburgo. Las flores que ofrecía Baudelaire y la lengua que mostraba el líder de los Stones formaron parte de nuestras maletas morales junto a los deseos de paz y fraternidad universales. La mezcla era confusa. Más parecía un cóctel cordial para pasar la juventud que una síntesis ideológica con la que atravesar dignamente la difícil geografía de una existencia moral. Con el tiempo, el cóctel, convenientemente descafeinado, se ha convertido, pasando de nuestras manos a las de generaciones posteriores, en una cómoda moral prêt à penser. Lo políticamente correcto, la llamada cultura de la queja y el papanatismo libertario se funden para alimentar nuestros diarios juegos florales. Con fenomenal candidez defendemos causas contradictorias. Pedimos, por ejemplo, la rebaja de los precios del petróleo (para ayudar a los payeses, pero también para mantener nuestro ritmo económico) y a la vez exigimos una política respetuosa con el medio ambiente. Defendemos la escuela pública de los ataques del poder y paralelamente, en nombre de la libertad de expresión, encumbramos a los alumnos que han insultado a los profesores en una web. Nos rasgamos las vestiduras ante la corrupción política y construimos una sociedad civil en la que es casi imposible moverse o progresar sin formar parte de una red de amigos o parientes. Exigimos a los que viven en nuestros barrios más pobres que no sean racistas y les dejamos solos en la colosal empresa de integrar a los emigrantes. Nuestras melodías ideológicas de fusión suenan bien y no comprometen a nada. Lo escribió Karl Kraus: 'El espíritu humanitario es la fregona de la sociedad que exprime en las lágrimas sus trapos sucios'.

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