Prestigio
De pronto, la breve aventura de unos jóvenes rebeldes nos ha aliviado por un momento de la indignidad nacional. Unos ecologistas de Greenpeace han abordado con cuatro lanchas de goma el submarino nuclear Tireless, amarrado en Gibraltar, y han conseguido plantar la bandera verde en su infecto lomo de acero. Allí donde nuestros políticos calzonazos, llenos de complejo de inferioridad frente a los británicos, no han podido llegar con su protesta, lo han hecho con un gesto simbólico de desafío unos jóvenes alemanes, italianos y españoles que no están dispuestos a pasar por la humillación de que Gran Bretaña arregle el escape radiactivo del submarino en el corral trastero de su colonia, con el peligro de infectar nuestro mar, y que encima lo haga con un hermetismo displicente ante los tibios ruegos de un Gobierno entregado. España está sin pulso, dijo Silvela en medio del desastre del 98. No diré que nuestro país sigue muerto, pero es evidente que el Estado español carece de prestigio. Tiene muy pocas cartas en la mano y encima las juega mal. El prestigio de un Estado es una fuerza inmaterial que ejerce una atracción irresistible. Cuando esta seducción política no existe, lógicamente una nación queda desarticulada y cada una de sus partes experimenta una tensión centrífuga. 'Son españoles los que no pueden ser otra cosa', sentenció Cánovas cuando se estaba discutiendo el artículo primero de la Constitución de 1876 en las Cortes de la Restauración. Ese pesimismo histórico aún permanece y es fomentado por unos políticos e instituciones de muy baja calidad. No es extraño que nadie quiera obedecer a Madrid si un presidente de Gobierno confunde la serenidad con quedarse quieto como don Tancredo ante dos problemas cruzados y después saca pecho sin más razón y opone un talante testicular a cualquier crítica. En medio de este marasmo, uno se siente vivo todavía cuando presencia la acción de unos jóvenes que no se someten. Ser viejo es resignarse a tener el corazón ya siempre frío. Frente a la vergüenza nacional, unos ecologistas han desafiado el desdén británico asaltando el submarino nuclear para levantar la bandera del inconformismo, que es la gran patria. Quien no se sienta reconfortado con esta pequeña hazaña que se tome el pulso: aunque vaya por la calle cargado con bolsas de supermercado no es más que un muerto político. O en el mejor de los casos, un resignado carcamal.
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