Un salto de más de un siglo
El autor opina que la Ley de Enjuiciamiento Civil sólo permitirá procesos más sencillos y eficaces si dispone de la adecuada dotación de recursos.
Hoy entra en vigor una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC). El acontecimiento supone un salto de más de un siglo en la legislación procesal civil española -la ley aún vigente es de 1881- que merece algunas reflexiones.
Frente a lo que pueda suponerse, la hasta ahora vigente LEC (1881) no sólo estaba desfasada en el momento presente y de cara a la resolución de los litigios que hoy se plantean, sino que ya nació anticuada en su tiempo. Al contrario de lo que sucedió con otras legislaciones europeas que siguieron el modelo procesal establecido por el Código de Procedimiento Civil francés de 1806, que expresaba sobre todo la lógica racionalista ilustrada y su sistema de valores, la nuestra prefirió respetar la tradición medieval y reordenar el derecho de siempre bajo la denominación de Ley de Enjuiciamiento, tanto en 1855 como en 1881. La crítica no es a la denominación precisamente sino al hecho de que el peso de nuestro derecho procesal civil histórico no sólo evitara tomar el tren del progreso legislativo, sino además diera al traste con uno de los pocos intentos de modernización de esta materia en el siglo XIX. Me refiero a la Instrucción del Procedimiento Civil con respecto a la Real Jurisdicción Ordinaria debida a don José de Castro y Orozco, marqués de Gerona, de 30 de septiembre de 1853. La implacable crítica que en ella se hacía a los vicios y corruptelas del procedimiento del Derecho Común chocó frontalmente con los intereses de los profesionales del derecho del momento, lo que motivó su abandono y la primera LEC de 1885, cuya inspiración fundamental, como se deduce de la base primera, era 'restablecer en toda su fuerza las reglas cardinales de los juicios consignados en nuestras antiguas leyes'.
No es extraño, por tanto, y hoy con mayor razón, que la justicia civil adolezca de lentitud (entre las dos instancias y la casación, varios años), complejidad (cuatro procesos ordinarios y más de 60 especiales) y, lo que es el colmo, de ineficacia (un alto porcentaje de los favorecidos por una sentencia no tienen satisfacción alguna). Parece evidente que la realidad social y económica subyacente de la LEC de 1881 en los distintos momentos históricos en que tiene origen su articulado es la de una sociedad rural y agrícola de corte inmovilista. Las nuevas necesidades del tráfico jurídico no estaban obteniendo a través de su articulado una adecuada tutela jurídica. Nuestra centenaria ley se había demostrado inadecuada para garantizar una serie de principios de cardinal importancia en un sistema jurídico inspirado por nuevos valores constitucionales en los que los derechos a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 24 CE) y a un proceso predominantemente oral (art. 120.1 CE), no se correspondían con los tiempos y formas impuestos por la LEC.
Por otra parte, y a pesar de que las materias jurídicas civiles se hayan visto eclipsadas en los últimos decenios por el natural interés despertado entre los juristas por nuestra transformación constitucional, no cabe olvidar que dichas materias se refieren a lo más cercano y cotidiano del ciudadano y, en general, de la persona; son las que ordenan nuestras relaciones con los que nos han precedido y a los que sucedemos, con el ámbito más íntimo del matrimonio y la familia, nuestras relaciones sinalagmáticas con los otros y también nuestras relaciones con las cosas.
Por eso, el primer intento serio durante más de un siglo de reformar la LEC debe ser bienvenido, sobre todo si, como en el presente caso, lo que se pretende es el diseño de un nuevo proceso civil más ágil, sencillo y eficaz, que dé respuesta a las necesidades de los justiciables, que son realmente los destinatarios de la reforma.
Pero en definitiva, ¿qué soluciones aporta la nueva LEC? Entre otras muchas, y a modo de ejemplo, en pro de rapidez y agilidad del proceso, la nueva LEC introduce un nuevo sistema de notificaciones de los actos y traslado de los escritos, con especial protagonismo de los procuradores de los tribunales y descarga del órgano jurisdiccional, que propiciará la desaparición de los llamados 'tiempos muertos', es decir, los largos periodos de tiempo que los papeles esperan para su traslado, y una de las causas más claras de la mencionada lentitud de la justicia civil.
Por otra parte, también en pro de la rapidez, la sencillez y la eficacia, se actúa en la nueva ley en todas las fases del proceso: declarativa, ejecutiva y cautelar, sin que, desde esa perspectiva, se descuide la modernización y actualización de lo que son las funciones constitucionalmente atribuidas a la jurisdicción. De nada sirve un proceso muy rápido si luego la ejecución de la sentencia se frustra, o si no hay un buen sistema de medidas cautelares que haga efectiva la ejecución futura de la misma.
Por lo que concierne a la función declarativa, destaca la reducción de los procesos ordinarios a dos: el juicio ordinario y el verbal, que se diseñan bajo los principios de concentración, inmediación y oralidad, lo que cambia radicalmente el sistema anterior, presidido por la escritura, la dispersión de los actos y la falta de inmediación. En el juicio ordinario, pensado para asuntos de más de 500.000 pesetas o más complejos por razón de la materia, las alegaciones (demanda y contestación) se realizan por escrito, y luego en una comparecencia oral -previa al juicio- se depura el proceso de posibles defectos y óbices procesales (evitando así sentencias de absolución en la instancia), se propone la prueba y, si no se llega a un acuerdo, se pasa al juicio (oral), donde se practican las pruebas y después de unas conclusiones se dicta sentencia. El juicio verbal, para asuntos de menos cuantía y menos complejidad por razón de la materia, queda reducido a la demanda (por escrito) y el juicio (oral), con posterior sentencia.
La simplificación de los procesos ordinarios va acompañada de la supresión de gran parte de los procesos especiales, causa en gran parte de la complejidad procesal civil, que quedan reducidos a los mínimos imprescindibles en materias como el muy sensible ámbito de la familia y sucesiones, además de los procesos orientados a la especial tutela del crédito como el monitorio y el cambiario.
La modernización de la fase declarativa no sólo alcanza a la primera instancia y a todos los contenidos de la misma (la prueba y los medios probatorios), sino también a los recursos donde cabe destacar la supresión de los mismos para las resoluciones interlocutorias (otra causa de tardanza), la regulación unitaria del recurso de apelación y la nueva estructura de la casación, donde por primera vez se introduce un motivo relativo al 'interés casacional'.
En lo que se refiere a la fase de ejecución, es evidente la preocupación del legislador por la eficacia de las sentencias y la tutela del crédito. Cabe destacar entre otros avances la ejecución provisional de la sentencia sin fianza y el reforzamiento, por tanto, de la primera instancia; la unificación normativa de la ejecución singular (títulos judiciales y extrajudiciales) con nuevas medidas más efectivas para la búsqueda y la localización de bienes del deudor, nuevo sistema también de realización de los bienes embargados con fórmulas alternativas, y la simplificación de la subasta.
La nueva ordenación unificada de las medidas cautelares con presupuestos claros para su adopción, a la vez que una mayor flexibilidad, que posibilita su aplicación a muy diversos casos, y la introducción por fin del proceso monitorio como un medio de especial protección del pequeño empresario, viene a completar el conjunto de instrumentos útiles que la nueva LEC pone a disposición de los que actúan en el ámbito de la justicia civil.
Sin embargo, las razonables esperanzas que alimenta la nueva LEC no deben conducirnos a abrigar ingenuas ilusiones. Como toda obra humana, la nueva LEC tiene sus imperfecciones, que deberán limarse en la aplicación e interpretación que de ella hagan los tribunales.
Además, las leyes por sí mismas no transforman las sociedades, ni albergan un poder mágico que con la sola palabra escrita obre maravillas. La nueva LEC constituirá, sin duda, un eficaz instrumento de transformación y modernización de la justicia civil, si va acompañada de la adecuada dotación de recursos y medios humanos y materiales y, sobre todo, si se produce la pronta y leal disposición de los profesionales del derecho, que han de ser receptivos al gran esfuerzo de transformación cultural forense que la reforma va a suponer. Quizás por ese camino se realice de una vez por todas la reforma que este ámbito de la justicia necesita y en el que se ven involucrados los jueces y tribunales, el resto del personal al servicio de la Administración de justicia y los profesionales que actúan y cooperan con ella (abogados y procuradores).
José Luis González Montes es abogado, catedrático de Derecho Procesal, ex secretario de Estado de Justicia y socio de Cremades Abogados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.