Adiós a un gran siglo
La idea del progreso le debe mucho al siglo XVIII, pero fue en el XIX cuando se convirtió en el principal impulso del pensamiento europeo. En las grandes doctrinas del pasado siglo -especialmente en la marxista- subyace de forma más o menos ingenua el principio de que la especie humana es mejorable con medios humanos. Lo que no significa que se llegara a la sistematización de una doctrina del progreso completa; en realidad, ocurrió algo más que eso, el encumbramiento de una idea a la categoría de espíritu del siglo. Toda la obra de Marx y de su colaborador y amigo Engels está empapada de este optimismo burgués. "El hombre burgués supone una mejora sobre el hombre feudal", escribió Marx. (Todavía no se hablaba de genética). "El reinado de la clase media no tendrá fin", proclamaba nuestro Juan Valera. El pesimismo de algunos grandes filósofos fue sólo el contrapunto a tanto embelesamiento como producía el frenético cambio científico y tecnológico impulsado por la burguesía.Sesudas reflexiones en torno a la naturaleza del progreso las hubo en profusión (Godwin, Stuart Mill y Comte, entre otros muchos), pero ya entonces la idea del progreso sufrió la intrusión de mentes macilentas, que la frivolizaron y desnaturalizaron. Junto a brillantes especulaciones acerca de la reversibilidad o la necesariedad del progreso, entre otras, surgió la indigesta papilla de los crímenes y crueldades del hoy frente a los crímenes y crueldades del ayer. Y así estamos. Uno se topa a cada paso con la retahila de las monstruosidades de nuestro tiempo, del siglo que nos está diciendo adiós y al que se compara rutinariamente con épocas presuntamente menos bárbaras. Nos hemos pasado la historia perdiendo paraísos. "Dichosa edad y dichosos siglos aquellos...", les decía don Quijote a unos atónitos cabreros. Platón deploraba la pérdida de las virtudes tradicionales con palabras que en nada difieren de las de ciertos moralistas nostálgicos de nuestros días.
A nuestro Azorín, que no era un optimista en la acepción trasnochada del término, le dio que pensar otro episodio del Quijote. Un cabrero le está propinando una gran paliza al siempre maltrecho caballero, en presencia del cura, del barbero, de un canónigo y de unos cuadrilleros. El regocijo es general entre los espectadores y sólo Sancho se afligía porque brazos innobles le impedían acudir en auxilio de su señor. Sólo detienen la contienda cuando ya el cabrero está a punto de acuchillar a don Quijote. Edificante espectáculo del que habían gozado por igual letrados e iletrados. Azorín no creía que una cosa así pudiera ocurrir avanzado el siglo XX. No ante un senado de personas decentes y algunas de ellas muy cultas. Azorín concluye que ha habido un progreso de la sensibilidad colectiva, un desarrollo de los sentimientos morales. Han pasado décadas -no recuerdo la fecha del escrito de Azorín- y, paralelamente con el horror, el progreso moral ha dado un salto cuantitativo y cualitativo, por acumulación y porque el ritmo de la historia es cada vez más rápido; aunque por la misma razón, también más desigual y heterogéneo.
Si nos quedamos en la superificie de las cosas, que en el caso que nos ocupa son las comparaciones, al menos hagámoslo bien. ¿A dónde nos conduce el parangón del tráfico de esclavos de hoy con el de ayer? A un improductivo abismo dialéctico, pues responderemos a los matices con matices y será el cuento de nunca acabar. Cualquier ejemplo que se nos proponga sobre esta cuestión es susceptible de un debate interminable y estéril. Metidos de hoz y coz en las comparaciones, al menos no confrontemos las brutalidades que todavía somos capaces de perpetrar, sino las que ya no se perpetran, bien por convicción, bien porque nos lo impiden los códigos. Teniendo en cuenta que éstos no son sólo un corsé de hierro, una coacción con harta frecuencia (afortunadamente) superior a la voluntad transgresora, sino que a la vez terminan por diseminar la misma civilizadora conciencia de la que emanaron. Hay por ley matrimonios entre homosexuales y la misma ley, por el hecho de existir, apresura lo que todavía es la más o menos incipiente aceptación de un hecho. (He elegido adrede un ejemplo polémico. Moralistas dirán que el matrimonio entre homosexuales no es progreso moral, sino uno de tantos disfraces de la decadencia. Falso, pues la regresión es decadencia por defecto, mientras el ejemplo propuesto lo sería por exceso, por empacho de cultura moral). Tómese como ejemplo más nítido -y es uno entre docenas- el reconocimiento de que un inmigrante "ilegal" (término al que todavía no ha derrumbado el progreso) tiene derechos más que elementales y pretendemos que los tengan todos.
No debe ser el nuestro, por otra parte, un pasmo bobalicón ante los portentos científicos y tecnológicos que nos ha deparado el siglo. Aunque también en este punto hay que salirle al paso a la facilona crítica de la literatura y de la sociología conservadoras. Hacemos con harta frecuencia un uso atroz de nuestro ya considerablemente vasto arsenal científico-tecnológico. Con todo y con eso, y refiriéndonos únicamente a los usos sociales de ciertas técnicas -pienso abrumadoramente en las audiovisuales- podemos decir con verosimilitud que incluso su indecente manipulación ha contribuido a la difusión y afianzamiento de la conciencia moral. Pues el carácter poliédrico de los modernos medios de comunicación multiplica la realidad y sus múltiples interacciones, con lo que se crea una turbulencia interna tan honda que nada queda incólume, que todo es magma y puertas se cierran y puertas se abren en perpetua expansión.
Es el legado de este gran siglo: el desarrollo apresurado de la conciencia moral. No sabemos si es una herencia necesaria o contingente, reversible o irreversible, limitada o sin límites. Podemos discutir incluso si el progreso de la conciencia moral abarca todas las dimensiones del fenómeno; y ni siquiera sabemos con certeza si éste es causa o efecto. Sí sabemos, en cambio, que el progreso moral no está homogéneamente repartido y que todavía se halla ausente de muchas conciencias y de amplios colectivos castigados por la marginación. Con todo, algo ya dicho podemos reafirmar: la eclosión de la verdad ética se ha producido, arrolladoramente, a lo largo de este siglo que termina; y de forma incontenible en sus últimas décadas, como bola de nieve. En este sentido, la gran mayoría de los individuos humildes de hoy van por delante de Platón o Aristóteles, quienes no tenían tan desarrollada la conciencia de la ley natural. El ciudadano medio de hoy rechaza el exterminio de los bebés nacidos defectuosos (una práctica griega). Aristóteles justificaba la esclavitud y afirmaba que sería innecesaria "si las fraguas de Vulcano se movieran solas".
Este siglo ha sido un horror, pero es el primer siglo que ha tenido una conciencia plena, sincera y dolorosa del horror, lo que constituye el paso previo necesario para la curación. El siglo que se abre dirá en sus primeras décadas si se ha llegado a tiempo.
Adiós a un gran siglo.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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