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Tribuna
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Siglo

Se acaba el milenio, pero no la miseria. La centuria se hunde en el pasado con una carga abrumadora de avances científicos, innovaciones tecnológicas y desarrollos sociales, de horrores y masacres, de dignidades y luchas. Curados de espanto ante el milenarismo, hemos aprendido a aparcar en el escaparate de las curiosidades cualquier promesa de salvación colectiva, de redención perfecta. La vida es lo que hacemos con ella; la sociedad, un pulso permanente entre lo que se presenta como inevitable y la voluntad tozuda de la humanidad y la ciudadanía. Ni euforia, ni tragedia. Nadie duda de que el siglo XXI será vertiginoso y obligará a una aplicación intensiva de imaginación, creatividad, sentido de la libertad, sensatez y solidaridad para evitar que inercias poderosas desbaraten el discurrir razonable de la historia. De momento, al otro lado de esa frontera ilusoria del tiempo, encontraremos los mismos problemas que hemos dejado pendientes. Por ejemplo, el de ese arco mediterráneo de la explotación donde subsisten, de Almería a Lleida, en Andalucía, en Murcia, en el País Valenciano, en Cataluña, cientos de inmigrantes sin papeles y sin esperanza. Como Vitold, que malvive en unas cuevas de Sagunto junto a una treintena de compañeros y que tal vez ha recordado durante estas fiestas con un nudo en la garganta el hogar de su infancia en Polonia. Como Hassan, el argelino que todavía se repone de una paliza recibida en algún lugar de La Ribera cuando exigió el mísero jornal de collidor pactado de antemano. Como Sidi, el joven marroquí que perdió un dedo de la mano derecha por reclamar a la mafia que controla el asunto el pago de su trabajo en campos de naranjas de la comarca de La Plana. Como Sergei, a quien alguien añora en Sarátov, su ciudad de la lejana Rusia... Desde luego, habremos fracasado si no conseguimos que el siglo XXI sea también suyo. De Vitold, de Hassan, de Sidi, de Sergei... De todos.

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