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Pensamiento dulce

LUIS GARCÍA MONTEROLos cuentos de navidad tienen poco prestigio entre los intelectuales. Si ya parecen incómodos los planteamientos demasiado previsibles y los nudos melodramáticos con sus personajes buenos y malos, resulta definitivamente sospechoso el final feliz, ese milagro que convierte al avaro en un abuelo tierno o que introduce a un ángel burlón y paciente en el tráfico innoble de la ciudad, con sus almas secas, sus prisas deshumanizadas y su costumbrismo de valores pragmáticos. Las intuiciones optimistas sólo pueden admitirse en el parque de los toboganes y los columpios, en el rincón bucólico de los patos y las palomas que esperan sin miedos callejeros una mano infantil y un gusanito. Pero la ciudad, el escenario de las ideas y las resoluciones, es un ámbito con humos y cubos de basura por el que cruzan las personas mayores, los ojos domados en el sentido práctico de la realidad y el silencio prudente, desinteresado, de los corderos. Hay una hoguera móvil en la que se queman los corazones que ya lo saben todo. El pensamiento que desea poner en duda la luz de esa hoguera, negociando con las sombras un final feliz al margen de los toboganes y los patos, es recibido inmediatamente como una historia de navidad, una fuente de mantecados y hojaldrinas, una sobremesa dulzona que debe clasificarse entre las apetencias infantiles y las ingenuidades pasteleras. El optimismo canta hoy una música de dibujos animados, como si fuese género de planteamientos previsibles, de nudos melodramáticos y de finales ridículos. Una vez demostrado que los ángeles no existen, la ciudad pretende que nos olvidemos de los avaros, personajes de carne, hueso y tarjeta de crédito, y cualquier idea que busque un desenlace feliz, transformador suplicante, nace condenada a la estantería de los cuentos de navidad, de los villancicos desprestigiados.

La degradación democrática muestra sus nidos en un árbol de invierno que ha dejado al descubierto muchas ramas esqueléticas, desde la politización de la justicia hasta el control financiero de los partidos y de los medios de comunicación. Pero nada es tan grave como el descrédito social del pensamiento crítico, el esfuerzo por convertir las ilusiones finales en un pastelazo navideño. La miseria cotidiana, la muerte anual de 11 millones de niños por enfermedades de fácil remedio, la globalización económica de un mundo desamparado y lleno de fronteras legales en el paisaje de los derechos humanos, parecen argumentos de poca altura. Las estrategias del cinismo intelectual y de la abstracción filosófica están de moda en los programas políticos y en los gabinetes con estufa, porque la figura del mandarín demagógico, sonriente y televisivo es paralela a la del intelectual que se reclama heredero de la Ilustración, pero renunciando al ejercicio ilustrado del pensamiento crítico. Un pobre les pone tan nerviosos como un terrorista. Y eso sí que exige mucho azúcar, porque la inteligencia reducida al té de las cinco en punto de la tarde encierra un sabor amargo cuando la ciudad está llena de avaros en activo.

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