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Pandémicos y celestes

"Imagínate que ahora tú y yo/ muy tarde ya en la noche/ hablemos hombre a hombre, finalmente./ Imagínatelo,/ en una de esas noches memorables,/ de rara comunión, con la botella/ medio vacía, los ceniceros sucios,/ y después de agotado el tema de la vida". Imagínense... Imagínense que Gil de Biedma, en el reino de los poetas, se entrevistase con Oscar Wilde, ambos víctimas de la pandemia de su siglo, SIDA y sífilis, respectivamente. Y que a la reunión se uniera Baudelaire, también enfermo de sífilis, y el antipático Maupassant, y pálido como un espectro se presentase Rilke, y aún, incómodo, con sus ojos azules, Artur Rimbaud. "Lo último que dije antes de morir -se regocija Wilde- fue: 'Estoy muriendo por encima de mis posibilidades'. ¡Qué frase para los biógrafos!". A lo que Rilke contesta, temblándole la voz, elegíaco: "Yo dicté mi epitafio: 'Rosa, contradicción pura, placer/ de no ser sueño de nadie entre tantos/ párpados". Rilke murió lentamente, de una leucemia, que lo sumió en una larga agonía en el hospital de Valmont, en Suiza. "Más terrorífica fue mi agonía -comenta Rimbaud-. Un carcinoma que hizo que me amputaran la pierna... Después avanzó poco a poco paralizándome todo el cuerpo. Mi biógrafa, la señorita Enid Starkie, halló una bella imagen poética: 'La enfermedad avanzó inmovilizándole todos los miembros, como ramas secas de un árbol que todavía no ha muerto por completo". Baudelaire, sorprendido, fija sus pupilas encendidas en los ojos fríos de Rimbaud, y le espeta: "Mon frère, pensaba que habíamos muerto de lo mismo: del 'mal francés".Y eso mismo afirman algunos críticos, que la enfermedad de Rimbaud podría tratarse del estadio terciario de la sífilis que contrajo en Harar. En este punto, los médicos no se ponen de acuerdo. El filósofo Jean Starobinsky denomina a estos médicos, con veleidades literarias y que van a la caza del diagnóstico del escritor famoso, "patógrafos", y escribe indignado: "Ya se ha admirado bastante, ya se ha echado bastante incienso, hay que comprender, dicen hombres circunspectos protegidos tras sus batas. Y os ponen esos cadáveres sobre la mesa de operaciones para hacer la autopsia, como si se dispusieran a descubrir en algún parénquima dañado la causa secreta de obras famosas".

Imagínense ahora que a la reunión pandémica y celeste acudieran Gérard de Nerval y Hölderlin: los patógrafos enseguida entenderían que es la "enfermedad" lo que une a ambos poetas, en este caso, el trastorno psíquico. Y, sin embargo, tras la primera crisis mental, Nerval escribía a Mme. Dumas, el 21 de febrero de 1841 (Hölderlin llevaba encerrado en la torre de Tübingen desde 1806): "He recobrado lo que se conviene en llamar razón, pero no lo creáis. Soy y he sido siempre el mismo, y sólo me asombro de que me hallasen cambiado durante algunos días de la primavera pasada. (...) ¡Confiesa! ¡Confiesa!, me gritaban los médicos, como antaño a brujos y herejes, y, para terminar con ello, acepté, dejando que me clasificaran dentro de una enfermedad definida por los doctores y llamada unas veces teomanía y otras demonomanía en el diccionario médico".

Esta es la mayor obsesión de los "patógrafos": hacer confesar a los escritores (sea voluntariamente o por medio de la autopsia) las "enfermedades" que, al fin y al cabo, han motivado su obra. En un reciente artículo publicado en la revista médica The Lancet, a raíz del centenario de la muerte de Oscar Wilde (30 de noviembre), los médicos Ashley Robins y Sean Sellars demuestran que el poeta de De Profundis no murió de sífilis (como señalan la mayoría de las biografías), sino de una simple infección del oído medio. La justificación que dan los doctores alcanza niveles de erudición literaria y médica muy convincentes. Y, sin embargo, según el testimonio de su mejor biógrafo, Frank Harris, Wilde murió abandonado en un hotelucho de París, y unos días antes, Robert Ross, uno de los pocos amigos que aún le visitaban, descubriéndolo borracho de absenta y en un estado lamentable, le reprochó: "¡Os estáis matando!". A lo que Wilde, tan sólo contestó: "¿Y para qué iba yo a vivir, Bobby?".

Por todo ello, las ganas de "clasificar" de los médicos -circunspectos y protegidos tras sus batas- tan sólo responden a lo que Baudelaire denominaba "la tontería natural del hombre". En realidad, Wilde, como Rilke, como Rimbaud, como Hölderlin, como Baudelaire, murieron sencillamente de tristeza. Como tantos otros... Los cielos están llenos de poetas muertos de esta pandemia. Que, como se sabe, mata exclusivamente a los que imaginan y sueñan.

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