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COPA DAVIS El tenis español alcanza la cima

Sólo faltó el rosco

En un ambiente tórrido pero no grosero, de indudable frenesí sonoro pero capaz de reconocer las cualidades del adversario, el capitán del equipo australiano, John Newcombe, con el buen humor y la caballerosidad de quien está acostumbrado a coleccionar ensaladeras, reconoció ayer lo merecido de la victoria española.

El público había tratado de crear un miedo escénico, como el de otras voces y otros ámbitos, pero que no influyó en el resultado, puesto que nadie puede decir que afectara en su mesurada dirección de la eliminatoria al juez árbitro y su tropilla de adláteres. Por lo demás, la progresiva y sin duda deseable democratización de las gradas hace mucho ya que ha jubilado el respetuoso silencio con que se supone que había que acoger antaño el fallo del rival.

Éste es el momento de los brindis, del efímero amor al prójimo y del todo está bien cuando bien acaba. Pero eso no quita que, con la codicia irrefrenable del que ha esperado tanto tiempo, echemos hoy de menos un rosco que habría sido perfectamente redondeable.

Albert Costa pudo haber ganado a Lleyton Hewitt, aunque el resultado fue justo, y, sobre todo, Àlex Corretja, de haber sido alineado, habría tenido enormes probabilidades de despachar al joven australiano, con cierto relente de íbice o cabra ibérica, pero llamado sin duda a más Davis en el futuro. De igual forma, la deferencia española de aceptar que no se jugara el quinto partido si el cuarto ya valía una ensaladera habría también privado al aficionado rapaz y codicioso de que se mejorara el doble 4-1 que España cosechó en sus expediciones a Melbourne con el bello y tajante colofón del gran rosco, guarismos del 5-0.

Caballerosidad, el deporte necesita mucha más de la que le va quedando, pero conmiseración no le hace falta ninguna.

También cabe la tentación, razonable pero mal aconsejada, de decir aquello de que esta victoria era una asignatura pendiente del deporte español, en expresión que le deberemos a José Luis Garci ya para siempre, igual que Gabo nos habría deparado la crónica de un triunfo anunciado, aunque sólo sea por lo de que la final se libraba en tierra, superficie sobre la que los australianos prefieren barrer a jugar al tenis. Nada más lejos de la verdad.

¿Se acuerdan ustedes del gol de Marcelino, con el que se ganó la Copa de Europa de 1964, y de la lata que dieron los machacas del franquismo? Como si hubiera sido un anticipo de la guerra de las galaxias de Reagan, que dicen que mató a la Unión Soviética. Pues no ganar al menos una vez en Australia fue una de las grandes frustraciones no sólo de aquella era deportiva, que se merecía lograrlo, sino del régimen, que no se merecía nada y que le habría sacado tantísimo partido.

Por supuesto que nos habríamos alegrado de ganar a Emerson y Newcombe, a Roche y Stolle, el padre del actual doblista de la perilla, después de haber esperado hasta altas horas de la madrugada para ver aquel feroz desayuno en la hierba; pero, como no es verdad que cualquier tiempo pasado fuera mejor, ha valido la pena no haberse apresurado para celebrar ahora la victoria con Constitución y Estado de las Autonomías, que, por cierto aplaudió ayer a rabiar en el Palau Sant Jordi de Barcelona a los colores pintados en tela y a los ruidos sinfónicos de España.

Es perfectamente posible que, caballerosos pero achantados también, los australianos se hayan refugiado con alivio en este maquillaje final de la eliminatoria, ni siquiera 4-1, un 3-1, que no sabe a poco porque tiene forma de ensaladera, pero que a los antípodas hasta puede saberles a demasiado porque es, básicamente, una de las formas de la mala suerte y de la buena educación. España ha tenido, evidentemente, que luchar para hacerse con el trofeo porque los australianos se han batido bravamente, al menos mientras guardaban alguna esperanza. Pero la verdadera diferencia entre unos y otros en arcilla, como dicen los franceses, se expresa mucho mejor con un 4-1 o con el gran rosco tan apropiado para estas fechas.

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