A través de los cristales
En Huelva, lo mismo que durante toda la semana en Andalucía y el resto de la Península, hace un día de perros. Más de treinta años en el oficio tiene cumplidos Eusebio Guerra, chófer huelvano que le dirá que allí, en mitad de la Avenida de Andalucía hay un "caballón". Es decir, en el lenguaje propio: una mixtura de plaza grande y bulevar que se eleva sobre el nivel del asfalto durante un trecho. Hacia ahí va Eusebio con su carga y su charla.Llegue y despídase del amable taxista, y cruce corriendo para resguardarse de las inclemencias del tiempo en un kiosco de hierro y cristal. Tiene el inevitable nombre de café-bar El Faro. Allí podrá instalarse en una mesa -la única libre- y contemplar, en una primera vista panorámica a través del vidrio, el entorno, la plaza.
Es una extensa superficie ancha, cubierta de albero sacado de los cerros, aquí llamados cabezos, que rodeaban prácticamente toda la parte alta de la ciudad hasta hace pocos años. Embutidas en la misma tierra amarillo-ocre y a ambos lados están plantadas unas robustas palmeras: jóvenes, bien cuidadas como lo revelan los precisos muñones dejados por el jardinero al quitar la palma vieja. Tienen las monocotiledóneas al pie, rodeándolas, a guisa de un gigantesco macetón, cuatro bancos anchos de piedra artificial bien pulida que, si el ambiente fuera menos húmedo, invitarían al descanso. Complemento de esos asientos son otros más bellos pero más incómodos: en hierro colado dueños de hermosas curvas modernistas. Adornan la plaza del mismo modo que lo hacen las farolas nuevas, de hierro también, que dan luz por la noche a intervalos regulares. Ellas dan luminosidad porque de dar sombra ya se ocupan las acacias, también jóvenes, pero suficientemente crecidas, plantadas a los lados del mismo modo que los setos de reciente poda que jalonan el paseo embaldosado donde, a pesar de todo, pasean algunos viandantes con sus paraguas. Algunos van con niños tapados por los impermeables y hasta se pueden ver deportistas modernos que en camisetas sin manga, pantalón corto y deportivos, corren no se sabe muy bien hacia dónde.
Hecho este primer registro y ya sin tiritar, quien permanece dentro del kiosco siente la inevitable tentación de hablar con algunos de los vecinos de mesa y con el camarero que nos ha servido el refrigerio. Vino del Condado y chocos. Pues nada, a caer en el pecado y a pegar la hebra con Antonio, un joven camarero que lleva allí trabajando poco tiempo pero que se conoce Huelva al dedillo. Cómo no, si es de aquí de toda la vida.
Le contará Antonio que esto era antes todo campo, hasta hace unos nueve o 10 años. Lo mismo que los edificios milagrosamente estéticos construidos a derecha de la avenida. "Ahora van a empezar a levantar otros allí enfrente", dice señalando al otro lado. "Por detrás no, porque allí se celebran las fiestas de la Virgen de la Cinta, competiciones de caballo: doma, saltos, etcétera, y eso no hay quien lo toque". Muy profesional, añade al ser preguntado por si él haría algo más con la plaza, contesta que sí, él pondría más mesas, pero eso es cosa del dueño.
Más tarde el curioso puede volverse y verá enmarcado un cartel con la foto de un señor entrado en años, lleva traje y corbata y va rematado por una leyenda un tanto extraña: "Paco Toronjo, filosofía y amor". Debajo del cartel está Pepe, meteorólogo particular del establecimiento. Pregunte, si quiere, sobre el tiempo, sentenciará: "Hoy hará un día de pasar junto a la lumbre con vino, migas y sardinas". Todo un sabio.
En esta plaza, durante casi todo el año, le dirán que se celebran campeonatos de petanca, partidos de futbito y se colocan mercadillos de lo más diverso: puestos de veinte duros, exposiciones de pinturas y venta de cachivaches. "Cosas de jipis no", dice el informador. Evidentemente es una plaza bulevar o caballón muy explotada, alegría pues. Donde cuando hace buena temperatura está llena de gente de todas las edades practicando distintos deportes, jugando a lo que el tiempo sugiera. Ya se sabe que los chavales tienen sus temporadas de canicas, trompos o pelota y que las niñas juegan, aún hoy, a la goma y a la comba.
Pasean novias, matrimonios y familia y el comercio más o menos paralelo florece sin problemas en un marco bonito, limpio y verde. Aquí se respira bien salvo en los días en que la vecina fábrica de celulosa perfuma el ambiente. Aprovechando que ha dejado de llover salga a pasear, pasará junto a unos animales de esos donde se suben los niños por cien pesetas: un cocodrilo transgénico que hace un ruido espantoso debe encantar a los infantes y un caballo, o eso parece, tan estruendoso como solicitado. Sirven estos dos cacharros como aperitivo porque a menos de 10 metros se encuentra la definitiva joya para la caballería: las atracciones Manolín. Con el toldo echado, de forma cuadrangular nos puede despistar pensando que es una pista de coches locos, autos de choque en otros parajes, pero no; si se acerca más despacio y se atreve, como un niño travieso, a levantar la lona, va a ver dentro un tiovivo moderno al que no le falta ningún detalle.
Manolín estará de vacaciones o metido en un alegre cajón amarillo que hay junto al aparato en el que está pintado el letrero. A lo peor se ha acobardado por la lluvia y no ha salido de casa, dejando a sus clientes sin la dosis festiva de ilusión y a los padres sin el sosiego de la cerveza solitaria o en discreta compañía que brinda el bar, desde donde pueden vigilar a los rapaces.
Siga paseando por el acerado con cuidado de no resbalar y evitando las gotas de agua que caen de los árboles, no se le cuelen por el cuello. Llegará a una preciosa pérgola de blancos y altos postes, como blancas son las vigas que cierran la parte superior. No es muy grande pero sí acogedora y espaciosa; verde de hiedra brillante remata la plaza de la que el ahora transeúnte sale contento.
Nos ha dado, a lo tonto, la hora de comer. Cuesta abajo, paseando baje al centro, busque su sitio y que tenga buen provecho.
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