Riquelme
La actuación de Riquelme frente al Real Madrid ha despertado la clase de entusiasmo que se reserva a los elegidos del fútbol. No se trata de un descubrimiento. Las noticias sobre el jugador del Boca vienen de lejos, de su época como gran juvenil en Argentinos Juniors, criadero de Maradona y Redondo, por citar a dos inolvidables. Pero el partido de Tokio ha tenido la virtud de presentarlo en sociedad, de sacarle del circuito de los ojeadores profesionales y exponerle universalmente. Su respuesta al desafío de una gran final fue notable. Tuvo presencia, carácter y capacidad de seducción, factor esencial para dar barniz a un jugador. Ese intangible de la seducción es un misterio. Se tiene o no se tiene. Riquelme dispone de esa cualidad, a juzgar por el estrépito que ha provocado su actuación. En un partido que congregaba, entre otros, a Figo y a Raúl, Riquelme se erigió protagonista a los ojos de la crítica y del público.Que se trata de un magnífico futbolista, no hay duda. Uno de los que genera más expectativas en un mundo donde predomina la uniformidad. Riquelme es diferente: propone una singularidad expresiva en su regate, en la manera de pisar la pelota, en la pureza y potencia de sus tiros libres, en su arrogancia para buscar adversarios y limpiarlos en la baldosa. Y también es importante: su equipo le buscó con insistencia durante todo el partido. Riquelme respondió con nota a la confianza de sus compañeros.
Ahora bien, la final de Tokio escenificó las mejores condiciones posibles para Riquelme. La rápida y neta ventaja del Boca acentuó el rasgo táctico del equipo de Bianchi. Se armó atrás con cuatro defensas y una falange de tres centrocampistas de corte defensivo. Es decir, se vio a Riquelme blindado y en disposición de hacer lo que mejor sabe: utilizar sus características como jugador para administrar la ventaja del Boca. Lo hizo como volante de ataque en una zona demasiado alejada del área del Madrid. Nunca se incorporó al remate, nunca acompañó la jugada, nunca pasó del trámite administrativo a la ruptura del partido. Y era el encuentro perfecto para hacerlo, con el Madrid desprotegido por las incursiones de Geremi y Roberto Carlos, con varios dos contra dos o tres contra tres. ¿Qué hubiera ocurrido con un jugador más atrevido, capaz de cambiar el paso y perforar la defensa madridista con irrupciones desde el medio campo? Riquelme no fue ese jugador. Ni lo intentó.
Algunos de los aspectos más celebrados del juego de Riquelme también pueden mover a la sospecha. Su habilidad está fuera de toda duda, lo mismo que su gusto por la retórica, como si necesitara salir triunfador de las complicaciones que él mismo se busca. Eso ocurrió en varias ocasiones: recibía en la línea de banda, de espaldas y rodeado de contrarios. Sucedió más por querencia que por casualidad. Salió ganador prácticamente siempre, pero esa imagen devolvió a la memoria a un retórico que despertó adhesiones del mismo calibre que Riquelme. Era Prosinecki, faro del Estrella Roja que ganó la Copa de Europa en 1991. Aparte de su habilidad, de su precisión en los tiros de falta, de sus exactos lanzamientos largos y de un descaro muy yugoslavo, lo que distinguía a Prosinecki era que no sabía jugar al fútbol. Riquelme, sí, pero su seductora actuación frente al Madrid no sirve para confirmarle como un indiscutible.
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