Una víctima del neoconservadurismo
La dimisión del obispo auxiliar Rafael Sanus ha sido el detonador que ha hecho estallar públicamente un malestar existente desde hace unos cuantos años en el seno de la diócesis; y precisamente porque la situación destapada va más allá de un simple problema personal, se impone un análisis riguroso. Con su dimisión, don Rafael ha prestado un impagable servicio a la diócesis. Ahora es responsabilidad de todos aprovechar este "kairós" con sentido. Con todo, en caso de conflicto eclesial, el affaire Sanus será ya un referente modélico a tener en cuenta. Gracias a su coraje y a la información rápida, objetiva y respetuosa de los medios de comunicación, se puede dar por superada la manía, tan peculiar en la vida interna de la Iglesia, de mantener en secreto o resolver en privado, inclusive asuntos de naturaleza pública.Aunque se respeten, así pues, los momentos dolorosos que sin duda están pasando don Rafael y el arzobispo, es necesario objetivar al máximo la cuestión, puesto que la marginación sufrida por el obispo auxiliar no es esporádica ni casual, sino consecuencia de una determinada manera de ejercer el servicio episcopal que puede y debe ser analizada como cualquier otra actitud humana. Ni la asistencia del Espíritu Santo en unos, ni la prometida obediencia en otros dispensa de buscar la verdad y dejarse interpelar por ella.
El concilio Vaticano II inició un nuevo modo de ser obispo; en cuanto a las relaciones con los sacerdotes, indicó nuevas maneras. Un obispo, por ejemplo, más que un padre, se debe considerar el hermano mayor, el amigo de los presbíteros, a los que debe mirar no como sirvientes, sino como colaboradores inmediatos, pedirles consejo y escucharlos gustosamente, mediante un diálogo cordial y franco. Queda abolida, pues, la tradicional figura del obispo como dirigente feudal o renacentista, "señor de vidas y hacienda", que vive solo en su palacio o, a lo sumo, rodeado de una camarilla de aduladores, amante del protocolo y del trato asiduo con los poderosos, distante, por tanto, del pueblo, aunque afable y un tanto populista si las circunstancias lo aconsejan, pero gobernando con autoritarismo y arbitrariedad, convencido de que, como depositario en exclusiva de la verdad, debe defenderla, si es necesario, protegiéndola o presentándola, a diestro y siniestro, como única verdad posible.
Sin embargo, la restauración neoconservadora propiciada por Juan Pablo II está haciendo volver al ministerio sacerdotal y episcopal, en muchos aspectos, a la etapa preconciliar; incluso en algo tan accidental como la forma de vestir; pero como la historia nunca hace marcha atrás del todo, a finales del siglo XX estamos asistiendo a un cúmulo de discrepancias, conflictos y "disensión" entre el neoconservadurismo que se nos quiere imponer y las instituciones del Vaticano II, asumidas por buena parte de la Iglesia y que tantas esperanzas renovadoras despertaron. Pues bien, Agustín García-Gasco milita en el neoconservadurismo imperante y no le va eso de tener que gobernar consultando, por ejemplo, al consejo del presbiterio o a los vicarios episcopales; prefiere actuar solo o aconsejado por gente de su cuerda; califica de desobediencia o de desafecto personal cualquier opinión contraria a la suya; por eso, si puede, margina a quien no piensa como él, como ha hecho con el obispo Sanus. Como también es propio de los neoconservadores eclesiales actuales, el arzobispo menosprecia a los sacerdotes formados en el espíritu del Vaticano II, no cree en lo utópico, sino que vive el presente como si hubiera caído del cielo sin relación con el pasado inmediato, que parece ignorar; hoy dice una cosa y mañana otra, según quien está delante, incapacitándose así para un diálogo evangelizador con el mundo de hoy a partir de los interrogantes profundos de la humanidad actual y de los signos del tiempo que hay que saber discernir... No es nada extraño, pues, que tanto el arzobispo como sus incondicionales estén condenados a repetir lo peor de la etapa preconciliar; las grandes peregrinaciones de jóvenes al Pilar de Zaragoza (1940) y a Santiago de Compostela (1948), ahora en versión papaboys; los paseos de la Virgen de los Desamparados por los barrios y centros falleros; la presencia extemporánea en todas las celebraciones civiles, como en los mejores tiempos del franquismo cuando todo se inauguraba "con la presencia de las autoridades eclesiásticas, civiles y militares...".
El hecho de haber ejemplarizado, por exigencia del guión de la película, esta corriente neoconservadora en la figura del arzobispo no nos debe llevar a reducir el argumento de fondo a un caso particular. Como don Agustín hay muchos dentro y fuera del episcopado; también entre el clero y el laicado; son fruto de la ideología vigente legítima ciertamente, pero de la cual también legítimamente se puede disentir; eso sí, guiándose siempre por aquellas palabras atribuidas a san Agustín: "en lo fundamental, unidad; en la duda, libertad; en todo, caridad".
A la diócesis valenciana, especialmente a su clero, lo que está ocurriendo estos días, si se lo mira con conocimiento y confianza, puede hacerlo entrar en una dinámica pastoral más comunitaria y rigurosa. En vez, pues, de dejarse llevar por las murmuraciones de sacristía, por el consabido pasotismo o por la tentación de cerrarse en las parroquias convirtiendo la diócesis en un reino de taifas, hay que ser consciente de que nada será como antes en la iglesia valenciana. Derrochar este tiempo de gracia sería de una irresponsabilidad y ligereza imperdonables. Éste es, por tanto, un tiempo propicio para la plegaria intensa, el análisis riguroso, el debate responsable, la propuesta sensata de soluciones viables y de poner en claro la corresponsabilidad diocesana: creo que no me equivoco si afirmo que don Rafael se sentiría bien recompensado si éste fuera el resultado más llamativo de su gesto profético.
Josep A. Comes es sacerdote.
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