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Pactos y razones de Estado, ciudadanía e inmigración

Javier de Lucas

La gravedad y trascendencia de algunos de los problemas a los que hacemos frente requieren un esfuerzo común, lo más amplio posible y más allá de los intereses electoralistas ni aun siquiera partidistas, lo que llamamos pacto de Estado. Que la inmigración y el terrorismo de ETA son dos ejemplos de esas cuestiones parece fuera de toda duda. Y, sin embargo, las apelaciones al pacto de Estado en uno y otro caso no son necesariamente la conclusión de un silogismo. Probablemente tampoco es tan evidente lo que entendemos por pacto de Estado. Temo que bajo esa solemne expresión, en uno y otro caso, puedan esconderse más bien razones de Estado y ni siquiera "buenas" razones del Estado, sino, como ha recordado mi amigo y colega Eusebio Femández citando a Gracián, "malas" razones de Estado, "razones de establo". Así sucedería si el recurso al pacto de Estado propiciara un riesgo que me parece verosímil.En efecto, la llamada a cerrar filas puede servir para poner entre paréntesis el pluralismo, la libertad de disentir de la mayoría y con ello la democracia, como recordaba Juan Aranzadi en estas páginas. Estas llamadas a rebato están sobradamente justificadas cuando la libertad y el derecho a la vida se encuentren en peligro, pero el argumento es menos claro cuando la amenaza afecta aparentemente también a cuestiones de principio, pero en las que habría que ser muy cuidadoso, como sucede cuando se asegura que está en juego la supervivencia de nuestro modo de vida (de nuestra sociedad). Sobre todo porque el riesgo de que, bajo la noble apelación al consenso, a lo que nos une, haya más bien razones de establo es evidente. Y son razones de establo utilizar la apelación a la unidad (más que a la unión) para ganar posiciones en el mercado electoral, o, aún peor, para subvertir el juego político "normal", si no se puede lograr por las vías ordinarias: para establecer lo que ahora se da en llamar, también entre nosotros, la agenda política, los objetivos y prioridades de la acción de gobierno.

Creo que algo de eso es lo que puede suceder en torno al pacto de Estado de inmigración, tras el cual podría haber "malas" razones de Estado: pretensiones electoralistas en torno a ese pastel del centro que, en cuestiones de inmigración, al parecer, exige evitar la imagen "partidista" de la defensa "apriorística", "ingenua". Quizá lo más preocupante sea la insistencia en que el objetivo es alcanzar a toda costa un "pacto de Estado", entre los distintos partidos políticos, desde luego, más que en la propia sociedad civil. Parece que lo decisivo es que firmen todos, olvidando que prácticamente todos (por supuesto, PSOE y PP) firmaron la ley del 85, tan denostada hoy, y que, salvo en el tramo final, la Ley 4/2000 estaba casi acordada también por todos. Es decir, que la prioridad en el debate parlamentario debería consistir en obtener un acuerdo, más que en el objetivo del acuerdo o en sus condiciones. Pues bien, creo que no, que son ese objetivo y esas condiciones las que revelan el sentido razonable de Estado, la "buena" razón de Estado.

La pregunta es, por tanto, cuáles son los criterios que avalan que nos encontremos ante un auténtico pacto de Estado. Ya hay quien ha publicado que en las actuales negociaciones en torno a la reforma de la LO 4/2000 -que, recordemos, no es la política de inmigración, sino sólo uno de sus instrumentos- habría que valorar la mayor visión de Estado del PSOE, traducida en su renuncia a la enmienda a la totalidad, o incluso del PP -nada menos que el Plan GRECO lo probaría (?!)-, en detrimento, como siempre, de la cuasi inexistente visión de Estado de los partidos nacionalistas (que son siempre sólo los periféricos en esa concepción). Creo que el debate parlamentario y las declaraciones de intenciones de los partidos políticos hacen surgir no pocas dudas. Dudas acerca de las condiciones y el contenido del pacto. Pero también acerca del método y de los sujetos del mismo. Son cuestiones que habría que tratar con detenimiento y extensión, algo que soy incapaz de traducir en este espacio. Por ejemplo, la de los sujetos es una cuestión que, a mi juicio, remite más a un pacto social que político, pues los sujetos de un pacto semejante debieran ser los ciudadanos, los sindicatos, los empresarios, los medios de comunicación, las asociaciones vecinales, las ONG, los miembros del sistema educativo, los padres también, es decir, la sociedad civil. Pero, además, son sujetos de ese pacto, deben serlo, quienes son excluidos siempre como sujetos: los inmigrantes.

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Pero, sin duda, lo determinante es el objeto del pacto. Y aquí es donde las dudas se ensanchan desmesuradamente: ¿de qué se trata, en efecto? Hay que alcanzar una definición y objetivos de la política migratoria compartidos, claro está, pero ¿en torno a qué? ¿A la obtención de la mayor capacidad de control posible sobre los flujos? ¿Se trata, más bien, de alcanzar un modelo de gestión acorde con los principios del Estado de derecho y de la democracia? La primera opción se resuelve en una discusión sobre medios eficaces en la que todo es negociable. La segunda -la única aceptable a mi juicio- obliga a tener en cuenta las condiciones a priori de cualquier pacto, las condiciones que todo acuerdo debiera respetar como punto de partida y que asegurarían el objetivo primordial -aunque no único- de una política de inmigración, la integración. A mi juicio, frente a lo que suele decirse, esas condiciones prioritarias no son las económicas, ni las laborales, ni siquiera las culturales, sino las jurídicas y políticas. Por decirlo de otro modo, las condiciones de un pacto de Estado, mejor, de un pacto social sobre la inmigración, son el reconocimiento de la igualdad en los derechos y en la ciudadanía.

La primera, el reconocimiento y garantía efectiva de los derechos humanos de los inmigrantes, y no sólo de los "buenos", los integrables, al decir de quienes recomiendan posturas "realistas" (desde el cardenal Biffi a Herrero de Miñón, pasando por el ministro del Interior), es decir, las que insisten en admitir sólo a los que son útiles para nuestras necesidades -demográficas o de mercado- y al mismo tiempo, lo más similares culturalmente a nosotros mismos. Dicho de otra manera, esos derechos no pueden ser el resultado, la meta a la que aspirarían los buenos inmigrantes, una vez demostrada fehacientemente su idoneidad..., una suerte de premio o concesión graciosa. Porque habrá que repetir, y ésta es una cuestión importante, que el reconocimiento de los derechos, contra lo que constituye el argumento repetidamente difundido por el Gobierno y sus voceros, no puede ser causa de desestabilización social. La mayor causa de desequilibrio es, por el contrario, la existencia de sectores cre-

cientes de población que no gozan de los mismos derechos, que son infrasujetos. Esta condición exige no sólo proclamar la igualdad en los derechos (algo que la reforma no hace), sino, sobre todo, garantizar la seguridad y certeza en el status jurídico de los inmigrantes, su estabilidad. Y, como ya se ha señalado en estas mismas páginas, la reforma legal en curso persigue una legalidad que desestabiliza, que permite crear ilegales, además, obviamente, de endurecer el acceso a la legalidad.

Pero la segunda condición es imprescindible, aunque pueda parecer utópica, según el discurso habitual. Como viene sosteniendo el Forum de Inmigrantes de la UE, no puede haber integración sin el reconocimiento del derecho a la ciudadanía para los inmigrantes. Un derecho que comience a ejercerse como ciudadanía de todos los vecinos, los habitantes de la ciudad, mediante el reconocimiento básico del derecho al sufragio municipal de los residentes estables (a partir de los dos años de residencia) y que se extienda a la ciudadanía no sólo estatal, sino europea, mediante la creación de un estatuto europeo permanente del residente que, a partir de los cinco años de residencia, permita el ejercicio pleno de la ciudadanía. Viven, trabajan, pagan sus impuestos, sufren la ley y, sin embargo, no la pueden crear. Esa situación impide una integración en serio. Por eso, el acierto del lema de la manifestación convocada por APDH y numerosas ONG el día 9: no podemos alcanzar una convivencia libre de racismo, xenofobia, de violencia entre grupos, sin reconocer a los inmigrantes como ciudadanos iguales a nosotros, en derechos y en deberes. Ése no es un objetivo utópico ni un deseo humanitario. Si no queremos vaciar de contenido a la integración, hay que reconocer la ciudadanía. Si no queremos perpetuar una ciudadanía y una democracia de exclusión, un privilegio, como denuncia Ferrajoli, no hay otro camino que transformarla. La necesidad de responder a las transformaciones que imponen los actuales flujos migratorios no ofrece una oportunidad para reconstruir la ciudadanía y la democracia misma, para aproximarnos a las exigencias de un pluralismo tomado en serio, de una democracia que intente reducir la exclusión. Está en juego nada menos que nuestra opción por una democracia plural e inclusiva o el enrocamiento en una comunidad política que, como la ateniense, se base cada vez más en el privilegio y la exclusión y que de esa forma no hace otra cosa que sembrar las semillas de su propio fin. No es una cuestión de generosidad, de altruismo o solidaridad con los otros: es nuestro propio futuro.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política.

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