Dos noches en el Nacional MARCOS ORDÓÑEZ
- 1. Calderón en las Atracciones Apolo. Da gusto ver el Nacional lleno. Fui el pasado miércoles, víspera del Pilar, víspera de puente, a ver El alcalde de Zalamea, coproducción entre el TNC y la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC): la Sala Gran estaba abarrotada. Volví el viernes para ver Històries d'amor, de Toni Cabré, en la Sala Tallers. Estaba casi llena, y además habían colgado el maravilloso cartel de "agotadas las localidades" para la función de Belbel de esa misma noche. El teatro clásico español siempre llena en Barcelona, está demostrado; yo diría (a tenor de las producciones de la CNTC) que le echen lo que le echen al público. La función de Belbel no llega a las cotas de espanto de la mayoría de los montajes del teatro de la madrileña calle del Príncipe, pero tampoco me convenció. Mis dos versiones preferidas del drama de Calderón son a) la modélica lectura cinematográfica de Mario Camus, La leyenda del alcalde de Zalamea (1972), con (olé casting) Paco Rabal como Pedro Crespo y Fernán-Gómez como Don Lope de Figueroa, virtualmente una parábola brechtiana por obra y gracia de su guionista, Antonio Drove, y, b) la dirección del añoradísimo José Luis Alonso (una de las contadas joyas de la CNTC) en el 89, en el Mercat, según adaptación de Francisco Brines, con Jesús Puente (que no ha estado mejor en su vida), Ángel Picazo (Don Lope) y una joven, casi primeriza Adriana Ozores. Lo digo para dejar claros mis gustos; es muy difícil que me convenza un Alcalde que no se mueva en esa cuerda de sobriedad, de despojamiento. Y de saber decir el verso con verdad, sin retórica ni carrerillas, sin intentar hacerlo "coloquial".A diferencia de otros dramas de Calderón fundados en conflictos metafísicos y religiosos, El alcalde de Zalamea quizá sea el más humano de toda su obra. Es un Calderón popular, muy cercano a Lope, al Lope de Peribáñez o Fuenteovejuna. El honor, por descontado, sigue siendo la piedra angular, pero el personaje de Pedro Crespo, sabio como un campesino griego y astuto como un zorro viejo, es mucho más complejo, más cercano y más simpático que los monstruosos, obsesivos protagonistas de El médico de su honra y El pintor de su deshonra. A fin de cuentas, el único personaje de El alcalde dispuesto a llevar hasta el final su concepto del honor (matar a su hermana para "lavar la deshonra") no es Crespo, sino su hijo Juan. La singularísima relación entre Crespo y Don Lope -y con el mismo rey- es igualmente ilustrativa de que estamos ante una moral feudal, un sentido de la justicia que no requiere la parafernalia legalista de un reino unificado y moderno. En este sentido, no sería difícil imaginar una trasposición al western: Crespo hace pensar en el juez Roy Bean, "el juez de la horca", interpretado por Walter Brennan. O, de juez a juez, en el contradictorio y marrullero Azdak de El círculo de tiza, de Brecht. Pedro Crespo desprecia la ley escrita como desprecia la nobleza por decreto, pero decide utilizar las mismas armas jurídicas del capitán, que puede salir indemne de la violación de Isabel por un conflicto de competencias: poder militar frente a poder civil.
El montaje de Belbel no es un mal montaje. Es, para mi gusto (que por esta vez no coincide con el del público, que aplaudió a rabiar), un montaje mediocre, impropio de su talento. Con las excepciones que ahora referiré, me pareció estático, falto de vida, con clichés y, sobre todo, con la escenografía más horrenda que he visto en muchos años, firmada por el portugués José Manuel Castanheira: a los mozos (y mozas) de mi quinta les recordará, seguro, el paisaje lunar del túnel de las Atracciones Apolo. ¿Le ha venido impuesta a Belbel? No creo. ¿La ha escogido él? No lo puedo creer. Es, a mi juicio, lo que no ha de ser una escenografía: una abstracción desmesurada y chafarrinesca, con ridículos caballos de cartón piedra (que vuelan hacia los telares en el minuto tres) y con un suelo rugoso que obliga a los actores a moverse como si pisaran un campo minado. Para no hablar del misterioso tubo azul que cruza en diagonal el escenario y que los espectadores contemplamos con la misma cara de pasmo que se les ponía a los simios de 2001, una odisea del espacio ante el monolito enigmático. El verso oscila entre el rengloneo, la carrerilla y un excesivo cazurrismo, como si estuvieran haciendo un cruce entre Nobleza baturra (Juan, el hijo, interpretado por un Fermí Casado que ha tenido mejores noches) y Las de Caín (Isabel -Carmen del Valle- e Inés, su prima -Mónica Aybar-). Roberto Quintana, un actor que no conocía, muy interesante, muy comunicativo, se mueve en sus mejores momentos en un registro cercano al de Rafael Álvarez, El Brujo, y en los peores recuerda los clichés de andaluz sentencioso de Antonio Martelo en aquella lejanísima serie de televisión llamada El Séneca. Las mejores escenas, para mi gusto, son los enfrentamientos, el sardónico mano a mano, de Quintana con Jordi Dauder, por cierto en su segundo papel de cojo en el Nacional, después de Plaça dels herois, que interpreta a un Don Lope enfurruñado pero cómplice de los códigos morales de Crespo, como debe ser. Don Álvaro de Ataide, el capitán violador, es un Óscar Rabadán rígido como si se hubiera tragado un palo desde el comienzo de la función, contemplado con rostro lógicamente estupefacto por Paul Berrondo, el sargento, casi diría que el único militar de la tropa que parece una persona normal. Luego están, claro, los graciosos: Pepe Viyuela (Rebolledo), un actor siempre eficaz, que se pasa pero funciona, Clara Segura (una Chispa con excesiva tendencia a levantarse las faldas y a ponerse en jarras cada cinco minutos), y la pareja de fools que componen José Luis Santos (el hidalgo Don Mendo) y Camilo Rodríguez (Nuño), muy ajustados; lástima que desparezcan por las buenas a mitad de función, como si Calderón -a diferencia del maestro Shakespeare- no supiera qué hacer con ellos.
- 2. Tres que son cuatro. Me habían hablado pestes de Històries d'amor, de Toni Cabré (que si culebrón, que si no había quién se la creyera), y será por llevar la contraria, pero me pareció bastante más sugestiva que el montaje de la Sala Gran: aparte del título, que no puede ser más soso, y de un remate de la trama bastante forzado, me lo pasé mejor que con El alcalde y me pareció muy bien resuelta por Toni Casares, cada día mejor director, con una humildad, al servicio de la historia y de los actores, y un sentido del tempo muy de agradecer. Desde Estrips, del 87, la primera obra que le vi, hasta estas Històries d'amor, escrita en el 93 y publicada en el 96, Toni Cabré se ha convertido en un dialoguista y constructor de historias muy interesante. La comedia, comedia dramática, es una historia de amor a tres... que son cuatro. Hay un ejecutivo maduro (Lluís Marco), un ejecutivo joven (Òscar Intente), una mujer (Victòria Pagès) y una empresa. Los dos ejecutivos están enamorados, fundamentalmente, de la empresa. La mujer fue la secretaria del ejecutivo maduro y vive con él, pero se ha enamorado del ejecutivo joven, su sucesor. Vive con el ejecutivo maduro porque éste, desde que se jubiló, desde que perdió su empresa, está hecho caldo, y por eso no se atreve a dejarle. Pero se ha enamorado del ejecutivo joven porque, sobre el papel, le recuerda al ejecutivo maduro antes de que cayera en picado. Digo sobre el papel porque ésta es la parte que más cuesta creer y en la que más se apoya Toni Cabré. Cuesta creerla porque hasta el más lerdo (o lerda, en este caso) se daría cuenta al instante de que el ejecutivo joven es un bicho de muchísimo cuidado, y la identificación entre los ejecutivos no funciona: el viejo levantó la empresa y luchó por ella durante 30 años, mientras que el joven es un cabrón trepador que ha llegado allí para liquidarla en unos meses; es inverosímil la decisión que toma al final (y que no contaré), una decisión de guión para hermanarle, definitivamente, con el viejo. Planea sobre Històries d'amor la sombra (benéfica) de David Hare; no sé si Toni Cabré conoce su obra, pero lo parece: sus personajes no tienen el calado de los del inglés, aunque hay un gusto similar por contar historias con personajes y temáticas actuales, vivas, y escenas y diálogos con verdadera habilidad dramática. Lluís Marco, como el ejecutivo maduro, tiene a ratos una gesticulación innecesaria, pero está perfecto en la ironía amarga del personaje y en su rabia. Victòria Pagès y Òscar Intente están cada vez mejor como intérpretes, en cada nueva obra, matizados y seguros, aunque, como digo, el estallido final del joven ejecutivo no acabe de resultar convincente, pero eso es un fallo del texto, no del actor. También me gustó mucho la escenografía de Estel Cristià y Max Glaenzel, que permite rápidos cambios, y la idea de tener a un pianista al fondo, en la penumbra, Joan Monné, para crear los climas precisos sin caer en el subrayado.
- 3. Ferrandis, Antonio. Es dura la vida del cómico, pero peor es la muerte. Y los epitafios: más de cien películas, obras de teatro y de televisión -fue un grande de nuestra escena- para que le entierren como Chanquete. ¡Muera Chanquete, viva Antonio Ferrandis!
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