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Reportaje:

Ricardo Solfa se marcha de Madrid

-Yo vine a Madrid cuando enterraban a Tierno. Y me atrapó.O sea, que Ricardo Solfa vino a Madrid a mediados de los ochenta, cuando Madrid era un ascua, y la ciudad, una mujer hermosa, y la gente gozaba de la libertad y descubría que, tras la noche de la dictadura, se despertaba el hombre de la calle. Y el millón de cadáveres de Dámaso Alonso resucitaba entre locuras y canciones. Y ahora, 14, 15 años después, Ricardo Solfa se va de Madrid.

-Madrid ya no es la ciudad acogedora y cálida, la ciudad libre y hermosa, valiente y canalla, suave y magnífica que yo conocí. Ahora es triste. Y está como cansada. Me voy, ya le digo.

Ricardo Solfa pone, pues, en venta su casa de Madrid. Deja detrás un puñado de discos gestados en las madrugadas de una ciudad inteligente y libre, abierta y tolerante. Deja un montón de actuaciones, los sonidos de la canción melódica que él trajo a la ciudad, cuando nadie cantaba boleros y quien lo hacía era sospechoso y se le acusaba de carca. Y tuvo él -con la incomprensión de muchos que luego han hecho de ello su negocio- que reivindicar toda la pasión de Corazón loco. O inventar de nuevo la copla con Te compraré unos pendientes. Un suponer.

-Ya ve: ahora que los cantautores han dejado lo suyo, ahora que Víctor Manuel canta boleros; Sabina, rancheras, y Serrat, folclore, yo prefiero volver a mi orquesta, a mis cruceros, a cantar en los hoteles y cabarés...

Ricardo Solfa nació -¿importa acaso cuándo?- en un barco, en alta mar. Así que tiene un sentido de la patria muy etéreo, muy suyo. Su padre tenía orquesta propia. Y de él heredó y aprendió las hermosas baladas de amor, los dulces boleros, las tristes habaneras. Debutó con 16 años como vocalista. Pero la vida de Ricardo Solfa tiene mucho de leyenda. Y, como todas las leyendas, está, en buena parte, alimentada por él mismo. O por su silencio. Porque hay cosas de las que no quiere hablar. De su matrimonio, por ejemplo.

Se sabe que casó con una camarera de cabaré, de la que se divorció al día siguiente. Malas lenguas hablan de sorpresas entre sábanas de seda, de promesas y juramentos que el artista no aceptó.

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Pero son cosas de las que Solfa no habla. Tampoco lo hace sobre sus otros amores. Es verdad que en esas madrugadas madrileñas se le ha visto, serio y formal, con alguna señorita de buen ver. Pero nadie sabe más. Porque Ricardo Solfa, como un señor que es, siempre ha dicho que los caballeros no deben mencionar las gracias de una dama. Y menos en las tabernas.

Ha conocido a las mejores gentes de su generación y posteriores. Cantó con Joaquín Sabina, y con Javier Krahe, del que guarda un cálido recuerdo. Y ha tratado a Alberto Pérez, a Joan Manuel Serrat. Con Jaume Sisa mantiene una educada relación. Pero nada más.

-Los periodistas siempre lo lían todo... y no lo digo por usted, que me parece serio.

-Muchas gracias.

-A cada uno, lo suyo. Pero los periodistas lo lían todo. Un día un tal Cantalapiedra -buen muchacho, tocayo mío, aunque un tanto distraído- se empeñó en confundirnos. Y, de paso, ha confundido a los lectores, que creen que Sisa y yo somos la misma persona.

Conoce a Jaume Sisa. Dice que un día el cantautor galáctico fue a verle cantar. Y que le saludó muy afectuoso.

-Dijo que me admiraba. Y poco más. No he vuelto a verlo. Aunque sé que ha intentado interpretar canción melódica hispanoamericana, como yo. Pero él no tiene mis facultades. Además, que debe ser ya muy mayor. Me han dicho que está preparando un disco. No es una música que me interese mucho, ¿sabe?

Le interesan otras cosas. Volver a lo que siempre fue su mundo. Mañana, tal vez, en algún cabaré, ya de madrugada, se apagarán las luces, un foco iluminará una figura de desgarbada elegancia, con un esmoquin de fantasía, pelo airosamente revuelto y unas maracas en las manos. Una voz dirá:

-La dirección de esta sala tiene el honor de presentarles la voz cálida y única de Ricardo Solfa con su orquesta internacional.

Y todo volverá a empezar.

Un mismo personaje, tantas vidas

No es el único que ha buscado en otras personalidades, las cosas que no se atrevió a hacer, las novelas que no pudo escribir, las reflexiones o los poemas que no tuvo el valor de exponer: Fernando Pessoa y Ricardo Reis, Antonio Machado y Abel Martín o Juan de Mairena.Pero pocos, muy pocos -¿nadie?- se atrevieron a romper con su vida: dejó su casa, el bar de cada día, los amigos, abandonó su ciudad y su aspecto y adoptó una nueva personalidad, con gustos, con inquietudes nuevas. Pocos se han atrevido a buscarse la vida sin la sombra de ese nombre que, al final, te saca del lío.

Bueno, pues Ricardo Solfa es de esos pocos. Un día, Jaume Sisa, el que hiciera estremecer a una generación con la belleza de Qualsvolt nit pot sortit el sol, o con el desgarro y la alegría de La nit de Sant Joan, lo dejaba todo, se bautizaba como Ricardo Solfa y empezaba de cero.

Dejó su Barcelona y se vino a Madrid. A vivir la movida, casi sus estertores. En Madrid, durante casi 15 años, ha vivido, bebido y gozado Ricardo Solfa, El Solfa.

Así que muchos de los que le conocieron nunca sabrán que hablaron con Sisa. Porque no era Jaume Sisa el que recorría los bares, discutía de madrugada con los amigos, cantaba las canciones de su otro compositor, Armando Llamado, se rompía el corazón loco en sus actuaciones. No era Sisa el que amaba a Madrid con la pasión de los que no somos de la ciudad, el que se reía, condescendiente, con los vanos intentos por copiarle sus ideas, sus personajes. No era Sisa. Era Ricardo Solfa. El mismo que, ahora, se va de Madrid. De viaje. Un viaje corto, ¿eh, Solfa?

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