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Egotistas

JUVENAL SOTOComo soy un lector encamado que no concibe la lectura sin el catre, ese medio tan cálido para el mejor desarrollo de casi todos los más intensos placeres conocidos por el hombre, apenas veo televisión pasadas las once de la noche. Sin embargo, en ocasiones, muy pocas afortunadamente para mi salud mental, caigo en la cuenta de que cualquier libro puede esperar unos minutos. Es entonces -raras noches de insomnio con porrazo, ahora otoñal, de meninges mustias- cuando enciendo el aparato de televisión y deambulo por los canales públicos y privados a la búsqueda de un laxante del intelecto que me haga correr junto al libro que me aguarda en la mesita de noche. Si el improbable azar me lleva hasta un programa que merezca apenas cinco minutos de atención, aun así no cedo: busco cualquier otro canal y hallo, casi sin esfuerzo, el purgante que me incita al encame lector, que para mí viene a ser aquel eterno retorno del que hablan los filósofos con vocación de oráculo con teléfono 906 a ciento y pico pesetas el minuto.

Tanto en Canal Sur como en Canal 2 Andalucía he encontrado, en horario de mañana y tarde y noche, motivos y espectáculos más que suficientes para no abandonar jamás otra de mis adicciones, la radio -he conseguido oír un programa completo de Góngora mientras leía los versos de Butanito-, de la cual incluso prefiero aquellos partes radiofónicos de la Radio Nacional de mi infancia sobre estos informativos televisados (el canal desde el que se emitan es indiferente a todos los efectos) en los que puede comprobarse que la verdad es ciertamente una categoría inalcanzable para el conocimiento humano.

Por si albergase todavía duda alguna sobre el poderoso efecto idiotizante de la televisión, algunas noches de los lunes cedo a mis tendencias masoquistas -¿cuántas aficiones de las que soy devoto practicante voy a confesarles en esta puñetera columna?- y, a eso de las 10, más o menos, pulso en el telemando la tecla que me abisma en El Vagamundo, un programa que emite Canal 2 Andalucía con la intención, supongo, de que ningún andaluz frecuente jamás colina ninguna, ya que resulta evidente que ése es el hábitat de un loco de atar -majara, sería el término utilizado por los malagueños para referirse a un sujeto en el que coinciden la sandez con algunas patologías psíquicas- al que entre todos los andaluces le estamos pagando los garbanzos, la casa, el coche y el colegio de los niños, entre otros desembolsos quizás de mayor enjundia, por decisión de alguien que tiene un concepto de lo público que es sinónimo de lo circense.

Como no tengo alma que salvar, no practico más caridad que el egoísmo. Precisamente por egoísmo -saberme viendo El Vagamundo equivale a desearme en exclusiva toda la cochambre televisada- me gustaría envidiar la escasez de escrúpulos, o la abundancia de granujería, de la que hace ostentación ese alguien por cuya voluntad todos los lunes el segundo canal de la televisión pública andaluza es el espejo de cuanta desdicha recae sobre los andaluces. El regocijo de la miseria ajena, no obstante, es una de las actividades impúdicas que mi egoísmo me impide practicar. No por escrúpulos, ni por recato, sino por suspicacia del egoísmo ajeno.

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