Macba, pequeños detalles JOSEP MARIA MONTANER
La gestación y el inicio del Macba no fueron nada fáciles y todos sabemos que generaron durísimas polémicas: sobre el contenedor tan condicionante y ensimismado, sobre la opción museológica, sobre la presencia de los artistas catalanes contemporáneos, sobre la colección, sobre la relación con el público, etcétera. Sin embargo, consolidada la nueva dirección de Manuel Borja-Villel, las actividades del Macba han ido ganado simpatías, complicidades y reconocimiento. Y todo ello sin renunciar un ápice a un proyecto estricto de museo de arte contemporáneo que apuesta por las corrientes más innovadoras y vanguardistas del arte abstracto y conceptual de la segunda mitad del siglo XX. Pero una serie de detalles, que pueden parecer pequeños, demuestran una lenta y profunda evolución que ha dado un giro al museo.Conceptualmente, la clave ha consistido en unir dos experiencias para gestionar un museo tan sumamente controvertido y difícil como un museo de arte contemporáneo en Cataluña, con un arte propio de calidad dispar, un coleccionismo casi inexistente y poco lúcido y unos promotores miserables que otorgan insuficientes recursos al arte y a la cultura. El nuevo director asumió la experiencia y la colección acumulada por el anterior equipo y la ha catapultado con su brillante trayectoria anterior en la dirección de la Fundació Antoni Tàpies, donde sobre todo a principios de los años noventa se vieron las mejores exposiciones de arte contemporáneo que durante décadas habían pasado por Barcelona: Fluxus, Broodthaers, Ana Mendieta, Ligya Clark, Helio Oiticica, Craigie Horsfield, Moholy-Nagy y muchas otras. Con más continuidad que ruptura, Borja-Villel ha sabido aprovechar lo bueno de la etapa anterior, sumando sinergias y aumentando complicidades. Los cambios se notan tanto en los grandes conceptos de funcionamiento del museo como en pequeños detalles que, poco a poco, hacen cada visita más atractiva, crítica, formativa y entretenida.
La línea del museo de trazar una historia alternativa y no convencional del arte contemporáneo, unas visiones transversales como la de la exposición Camps de forces, intentando ofrecer una memoria crítica del arte moderno, ha empezado a comprobarse con la presentación desde el 5 de julio hasta ayer de una intencionada selección de 142 obras entre las aproximadamente 2.000 que posee el museo. Una apuesta por una interpretación por épocas, centrada tanto en autores reconocidos por la historiografía dominante como en artistas no institucionalizados. En este sentido es acertada la inclinación hacia creadores como el belga Marcel Broodthaers, el surafricano William Kentridge o el alemán Gerard Richter; o la sensibilidad hacia la fotografía como campo de experimentación formal y de reflexión sobre la realidad social, ambiental y urbana. De esta manera, con las dosis de nuevas incorporaciones, prácticamente la misma colección ha adquirido todo otro sentido e intención. Y la buena acogida que los especialistas y el público han dado a la colección tiene aún más mérito si reconocemos el riesgo de haber apostado por algo tan duro e indigerible como el arte conceptual catalán.
El público es sensible a los pequeños detalles que manifiestan un cambio y que tienen que ver con otro de los grandes objetivos del museo: explorar su relación con el público centrándose en las mutuas influencias que se pueden establecer entre un museo de arte contemporáneo y su entorno urbano, profundizando en su dimensión social y pública, entendiendo que el espacio abierto de la plaza es tan importante como el interior. Por ello se han planteado cursos, debates y conferencias como Capital financer, desenvolupament immobiliari i cultura o en octubre se iniciará una nueva edición del curso sobre arte y cultura contemporáneos. Por ello se montó frente al Macba la carpa de la artista Alicia Framis y se organizaron debates con los vecinos, talleres de arquitectura, clases de cocina étnica y competiciones de skating. Por ello durante un tiempo se han dado facilidades para volver de nuevo con la misma entrada o, al acceder a la exposición de la colección, los visitantes eran recibidos por unas mesas llenas de puzzles con fotografías del museo visto desde las casas vecinas realizadas por el equipo Fortuny / O'Brien; de esta manera el gran espacio del museo se convertía en una agradable zona para jugar y estar. En definitiva, sin traicionar los planteamientos iniciales se va intentando acercar público y museo.
Parecen detalles pequeños pero obedecen a una política explícita del museo y cada detalle consigue más visitantes, atenúa viejas antipatías y suma nuevas simpatías hacia un museo que parecía que arrancaba maldito. Por esto sólo ya algunos rezagados siguen atacando con argumentos anacrónicos al museo y a su patronato, o algunos miopes siguen sin ver su dimensión crítica y lo confunden con un parque temático como Port Aventura o Terra Mítica.
Josep Maria Montaner es arquitecto.
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